31 de octubre de 2010

11 de octubre

La conmemoración del 11 de octubre es sólo el último día antes de la conquista. No es el último día de libertad de los pueblos originarios. No eran libres, salvo los pueblos más atrasados. Basta con mirar la historia de los aztecas, de los mayas y de los incas, las civilizaciones y culturas más avanzadas de América, con su sistema de castas, sus siervos y esclavos, sirviendo al emperador.
Los imperios y el trabajo esclavo no llegaron  al continente con Colón, Pizarro y Cortés. Pero la Conquista enterró en sangre y en barro toda posibilidad de que los pueblos originarios pudieran tener un desarrollo independiente y autónomo, en dirección a su libertad.
La Conquista fue una empresa racista y destructiva.
Los conquistadores, en representación de las monarquías parásitas, acompañados y bendecidos por la iglesia católica, asesinaron en nombre del rey, de dios y del progreso.
El nombre -"día de la raza"- provoca repulsión por su racismo y su poco ocultada mención a la inexistente raza superior.
                                                                                                                11/10/2009


Mural de Diego Rivera en el Palacio de Gobierno México DF
                                                                                                     
Tonatiuh no se refleja
en la inmensa laguna de Tenochtitlán
él, que tantos mundos ha conocido
no entiende tanto despojo
tampoco el esclavo azteca
que con los dioses pálidos soñó su libertad

El plumaje del quetzal desgarrado
amortaja los cuerpos
el dios blanco de la muerte camina
por el ombligo de la luna
Mezitli Mexica

El xoloitztcuintle quedará de testigo
no se queja
ni siquiera ladrará al invasor
su altivez milenaria
su mirada guerrera
sólo acompañará los murales
en la historia siguiente 
Tonatiuh se esconde en la vergüenza
11/10/2009

El cazador

“Dos cosas que me llaman la atención: la inteligencia de las bestias y la bestialidad de los hombres”
Flora Tristán (feminista francesa)

Él camina tranquilo. Nadie lo mira. Camina con su traje blanco; con su traje manchado. Nadie  lo ve. Un olor de flores marchitas le abre paso. No deja huellas al caminar. Los árboles le deshojan las hojas en la cara. Él camina tranquilo. El agua que se desnuda en el río, se cubre cuando la mira. Y el sol se abraza para espantar el escalofrío. Los pájaros danzan círculos cada vez más pequeños, imitando al cóndor antes de matar. Él camina tranquilo. Las manchas se desprenden de su traje. Y forman gotas de sangre que se coagulan en sus zapatos. El cazador  camina. Lo sigue un cortejo de animales dolientes. Y su paso deja un rastro de mariposas muertas.

Señora

Caminar las sombras de la noche y elegir una esquina donde mostrar el puño de las medias que no tapa la minifalda apretada pero deja mover las caderas mientras los ojos olvidados que exageran el delineador que estiliza la mirada buscan al descuido al cliente el segundo cliente porque el primero fue el permiso de esquina el favor el peaje que pagó a la yuta menor de la cuadra yuta menor que acompaña a los chorros para provecho propio y de algún reconocido señor que busca a la dueña de la esquina y desea el pecado que no permite en su casa de buenos modales y señora cansada en la cama el señor que se pinta la cara con el rouge y se excita con el perfume barato de la puta que se toca el estomago en un gesto de asco y recuerdo del día en que la suerte la acarició por un rato y el intendente le dio un puesto de amante y el perfume fue caro y las ropas no traían el olor del arroyo y el rojo del rouge era una cereza brillante como las marcas de cigarrillos que un fanático dejó en su cuerpo marcado de golpes de hombres que creen en dios y se creen dios de las mujeres rotas que perfuman la oscuridad de osadía. Y rotas se  devoran a los hombres enteros cuando caminan las sombras de la noche.

Distrito Federal


    Fuente de la Diana cazadora México DF

Es de madrugada cuando llega el avión. El taxi recorre calles vacías. Hace calor en esta primavera que empieza. La ventanilla abierta hace de aire acondicionado y la brisa arrastra olores y recuerdos. Mi segundo país hospitalario país querido país qué habrás cambiado cómo habrás cambiado. El hotel es cómodo. Nos bañamos desayunamos y salimos. Muy temprano dice mi compañero. Veré de nuevo la ciudad con ojos de viajera de ex residente de que. A una cuadra empieza el Paseo de la Reforma. Avenida bulevar calle, autos, cientos de autos, taxis verde y blancos chiquitos escarabajos con una sola puerta, amarillos y blancos más grandes, naranjas, camiones, metrobús, trolebús, autos, autos. Bocinas que acompañan el humor de cada automovilista. Semáforos que no dan abasto. Policías de tránsito que los ayudan y cuando el semáforo cambia pitan y pitan haciendo gestos histéricos con el brazo derecho. Que pasen que no se detengan no paren sigan sigan rápido que no llegamos que somos muchos y debemos trabajar estudiar vivir ¿vivir?
Mi compañero se agota. Me pregunta con la mirada si era así. Temblando, nos agarramos de la mano para cruzar del otro lado de la calle. Ahí, del otro lado del mundo, donde están los árboles, las plantas, las glorietas. El sol hace un rato penetró el smog y sonroja los cachetes. En la vereda ancha, nos sentamos en  bancos grandes de cemento. Las hojas nos rozan la cara, los pájaros acarician los oídos. Seguimos cerca lejos de los coches que corren su carrera sin final. Ya no los vemos, no los oímos. Desde este lado de la calle la gente camina tranquila. Se sientan, charlan, se ríen ajenas cercanas, acostumbradas al barullo. Cada tres o cuatro cuadras, esculturas adornan la vereda. Son nuevas, no las encuentro en la memoria. Al llegar a una esquina el olor nos desvía  a una transversal. Puestos de comida en la calle, uno al lado del otro, como antes como siempre. Toda la gente en los puestos, toda la gente en la calle. Comen con o sin traje una tortilla o una quesadilla. Luego a trabajar. Y los que no comemos en la calle por limpios por tontos por distintos, nos unimos a la alegría de la comida. De  parados nomás, tacos que chorrean que nos manchan que nos unen. Que no salgan picantes que son argentinos. Igual los labios se nos dan vuelta y reímos con ellos. Volvemos al Paseo de la Reforma. Adelante  hay un quiosco de flores con calas, que en Buenos Aires ignoramos, pero acá son los alcatraces de Rivera. Debajo de una glorieta ensayan unos mariachis. Son lindos sus trajes típicos, tan ajustados tan brillosos tan viriles. Quizá algún día alguna mariachi… le digo al del guitarrón mientras me muestra con orgullo a la única del grupo, linda morocha con trenzas. Que bien pienso, algún cambio, pero los machos siguen matando mujeres en ciudad Juárez. Los dejamos ensayando. La noche los espera en la plaza Garibaldi, donde los turistas les darán algunos pesos por viejas canciones de amor. Las mismas canciones que seguramente le cantaban a la modelo, que inspiró al escultor de la Diana Cazadora. Imponente esbelta desnuda en medio de la avenida. Dicen que era la esposa de un magnate que nunca se enteró que su mujer era la Diana. Por ella discutían los pacatos de la época que obligaron al escultor a taparle la desnudez con una bombacha de bronce. Pensando en tiempos más liberales, enganchó la censura sólo con tres tornillos fáciles de sacar. Historia mentira verdad mito que importa es bella.
El dios de la vida y de la muerte camina ahora delante nuestro. El perro pelón, el único perro originario de México, con pelusitas en la cabeza y con la mirada azteca de miles de años, se deja acariciar. Hay muchos xoloitztcuintles en los murales, compartiendo la historia del país desde antes de la conquista. Pocos en la actualidad, pocos perros en general en la ciudad paseando a sus dueños. Lástima, no pueden disfrutar los grandes árboles de la avenida. Los árboles que tapan los frentes de los palacetes de los ricos de fines de siglo XIX  y los de ahora. Los árboles que no pueden tapar los edificios modernos y el imperio emerge entre el follaje, con las torres modernas frías de vidrio, de las compañías extranjeras. Todo junto todo mezclado todo tan ecléctico. Menos la glorieta del ángel de la independencia. El mira desde muy alto tan ángel tan ajeno a la independencia. Distante de las manifestaciones del fútbol, de la política, de las fotos de las quinceañeras y de las esposas recién estrenadas, de todo lo que sucede abajo suyo. Tan lejos como el final del Paseo de la Reforma que termina en el bosque de Chapultepec. Ahí está el castillo el zoológico el lago y el museo antropológico. Hasta ahí queríamos llegar. Pero las piernas nos boicotean.
La tarde  va seduciendo al día y se lo lleva. No nos cabe más historia más emociones y todavía queda el camino de regreso al hotel. Mañana seguiremos amando esta ciudad, mientras hoy  a la noche miraremos al cielo para extrañar la cruz del sur.

Siracusa



Ahí, donde la parte alta del talón se entromete con las aguas azul verdosas del Mediterráneo.
De un lado, los graznidos de las gaviotas se mezclan con el ruido de las olas. Del otro, las colinas y los valles. Allí están los viñedos que se convertirán con el tiempo en los mejores compañeros de la buena mesa.
Regocijan sus casas. Algunas de estilo barroco, otras simples de campo. Casi todas blancas serpentean entre callecitas que acompañan a la montaña. Entre ellas, a cada paso hay restos de algún edificio que sobrevivió más de mil años a sus constructores. Sin nostalgia evocan la distancia en el tiempo. Los habitantes hablan, ríen y lloran con el cuerpo, mientras se saludan a cada paso.
Según la ubicación, el mar se siente de frente, furtivamente de costado o se presiente de espaldas. Siempre se saborea en cada gota que trae el viento.
En el sector más antiguo de la ciudad, un destruido teatro romano y más allá, la mejor y mayor escultura, modelada sobre la piedra, aprovechando la pendiente de la colina. El Gran Teatro Griego, de casi dos mil ochocientos años. Un gran nido, de forma semi-circular, con 67 filas de asientos.
Esta maravilla geométrica enamoró a Arquímedes, casualmente nacido en el lugar. Ese que defendió a la ciudad con sus máquinas-inventos de los ataques de los romanos.
Ya no está la terraza en la zona dedicada a los espectadores, que los protegía en los días de lluvia.
Hoy está a cielo abierto.
Ese cielo que escuchó las leyendas épicas, las obras de Sófocles, Esquilo, Píndaro, que se leían y actuaban en latín.
Ese que consoló a un Ulises que no era irlandés, cuando retenido en la zona, se lamentaba con la maga Circe, que no era la hija de un argentino.
Ese que vio a Lampedusa cuando elucubraba cambiar algo, para que nada cambiara.
Ese que le sopló a Pirandello las tragedias y esperanzas de los que, escapando de las hambrunas de la primera y segunda guerra mundial, se iban para América.
Ese, que rugió tantas veces cuando el Etna se enojaba, allá en la cercana y bella Taormina.
En la costa oriental de la isla más grande.
En la ciudad griega más bella.
Donde estar en un lugar es estar en varios a la vez.
Ahí en Siracusa Sicilia Italia.
La de mis tus antepasados biológicos culturales: corintios, griegos, bizantinos, romanos, normandos, árabes, españoles, franceses, germanos. 
Ahí, donde la parte alta del talón, se encariña con las aguas azul-verdosas del Mediterráneo.

El baúl

El sueño, óleo sobre lienzo realizado en 1912 por  Franz Marc

Hasta que se casó, mi madre tenía raíces fuertemente arraigadas en la gran ciudad. Luego debido al trabajo de mi padre, se tuvo que repartir entre grandes ciudades ruidosas, pequeños pueblos silenciosos y alguna que otra isla desierta.
Y entonces fue aprendiendo técnicas de supervivencia que luego nos enseñó. Cuando nos tocaba vivir en el campo disfrutábamos del lugar intercalando los recuerdos que sacábamos de un baúl, que siempre nos acompañaba. Mamá había guardado en él todos los sonidos de la ciudad. Lo colocaba sobre su falda, lo abría y ahí aparecían las voces del teatro, las murgas del verano, las sirenas de las ambulancias, los gritos de la hinchada de San Lorenzo, las bocinas, las peleas callejeras.
Nos encantaba esa manera que tenía de hacernos creer que teníamos una ciudad en el campo. Cuando el baúl se vaciaba de ciudad, era tiempo de volvernos. Entonces, nos dejaba a nosotros mudar el campo. Cada uno guardaba lo que más le gustaba. Mi papá metía su siesta y el olor del estofado del domingo. A mi hermano le costaba un poco guardar el fresno que lo escondía cuando se portaba mal. Yo guardaba el río, el monte y todos sus animales. Lo que guardaba mi madre siempre era una sorpresa. Una vez cuando ya estábamos en la ciudad con ganas de volver al campo, sacó un horizonte. “Alcáncenlo” nos dijo desafiante y aún lo estamos persiguiendo.
En la ciudad, abríamos el baúl y mis animales corrían entre los sillones del living. Mamá lavaba en el río y a mi hermano las hojas del fresno le acariciaban la cara, mientras papá dormía la siesta y soñaba con el estofado del domingo. Cuando debíamos irnos a la isla, mamá nos hacía oler la ciudad. Ahora le tocaba el turno a los aromas. Y así empezaba de nuevo la rutina del guardado.  
Mi madre fue una mujer sabia, guardando y desguardando. Vivió plenamente, saboreando todo lentamente. Murió tranquila después de despedirse de todos los sonidos, silencios, olores, colores y amores que había acumulado en su vida. Y no sin antes recordarnos lo que debíamos guardar y desguardar en el baúl. Ese día la ciudad calló, el campo gritó y la isla se inundó.
Su baúl me ha quedado a mí. Mi vida se asentó en la ciudad, pero seguí con la costumbre. Fue lento el aprendizaje. A veces uno no sabe qué guardar. O guarda algo que maravilla en el momento, y cuando lo va a sacar perdió el brillo. Otras en el desguardado aparece lo inesperado. Guardé amores y desguardé horrores. Guardé y desguardé  recuerdos.   
Ahora le hice el pase a mi hijo. Cada vez que lo abre para guardar o desguardar veo la cara feliz de mi madre.

Parirte

    

 
Quisiera acurrucarme en el tiempo que fue, dormirme y soñar que aún no es el momento.  Todo lo que pude le enseñé y  todo lo que pude aprendí con él. Hay que partir para crecer le expliqué y así lo entendimos los dos, pero hoy que ha llegado el día quisiera robarme un rato el pasado, contarle de nuevo los cuentos inventados más raros del mundo y ver en sus ojos antes de dormirse esa expresión de sos única, mamá.  Si pudiera ocultarme aparecería detrás de los árboles de la casa de Bernal y no descubriría donde se escondió, me haría la sorprendida y correría a abrazarlo. Iríamos al teatro los sábados a la tarde, pasearíamos por alguna plaza y tomaríamos la leche con churros en La Ideal. Dormiríamos hasta el mediodía, juntos los cinco, perra y gata incluídas.
Quisiera pasar desapercibida, no descubrir los pelos en las piernas ni el merodeo de las chicas. Y escuchar el reemplazado sos única mamá por el que sabés vieja. Ha llegado la hora y lo entiendo. Es la pena la que no entiende.
De ahora en más, me despreocuparé. Me dormiré sin escuchar la llave en la cerradura. ¿Comerá todos los días? Nunca aprendió a cocinar. No me levantaré durante la noche a taparlo, apagar la luz, guardar el libro. ¿Qué haré con los besos de todos los días?
Me desgajo, vuelvo a parirlo. El silencio buscará por la casa sus carcajadas estruendosas. No habrá toallones tirados por el piso, ni floreros rotos por el cuerpo torpe de su metro ochenta y cuatro, ni  tantos amigos invadiéndonos. ¿Cómo sabré si vuelve de alguna manifestación?
Lo escucho hablar por teléfono, libre, comprometido, explicando el drama de Romina Tejerina. Escucho mis palabras en las suyas: “hay que calzarse los zapatos de los otros para poder entender”.
Me siento reconfortada,  es hora de dejarlo. Empiezo a imaginar la intimidad con mi compañero eterno, los dos solos nuevamente. La alegría, se empieza a infiltrar entre los recovecos de la pena. Mis pensamientos armados, me desarman el dolor. Sé que las palabras que arrullaron su niñez y acompañaron su adolescencia irán con él.
Si muero es sólo por hoy, mañana el será otro y yo viviré feliz.  
03/03/2009

Presentación

Me encontré con ella en los sesenta. Tenía diez años, una infancia feliz, jugaba al futbol y soñaba con ser veterinaria para curar  a todos los animales enfermos. 
La perdí en la escuela de monjas.
Y  la encontré trabajando en la villa para  cambiar al mundo. 
La volví a perder en el 65, en la fiesta obligada de los quince, con acné juvenil y peinado batido, discutiendo si Los Beatles o Los Rolling, cuando en realidad moría  por Zitarrosa y Los Olimareños. 
La encontré nuevamente en el 67, en las lágrimas compartidas del primer dolor intenso de la muerte, que viajaba desde Bolivia.
La escondí en la dura militancia de los 70.
La lloré en el horror del 76.
La seguí  en el desarraigo del exilio.
La sentí junto a los amigos desaparecidos. 
La vi desde lejos en el 83, pero no se quiso acercar.
La busqué en el 84, ya estaba con el gran amor de su vida y dos años después, la felicidad fue completa con el nacimiento de su único hijo. 
Me desencontré totalmente en los 90, odiaba la pizza y el “yampán”. La había inmovilizado tanta decadencia. 
En el 2000 la vi enojada, raro en ella. Insistía en cambiar al mundo. 
En el 2001 la encontré entre los gases en Av. de Mayo y Tacuarí. 
A partir de ahí la vi con sus dos amores (sus hombres) y sus dos amorcitos (sus gatos), en la casa, en el trabajo, con los amigos. 
En el 2008, la tuve que abrazar fuerte. Su amor se enfermó.
Creí que no se podría levantar cuando a fines del 2009 su amor no pudo luchar más. 
Cuando la extraño mucho, la busco con Aureliano Buendía o con La Maga. 
Siempre la encuentro en las carcajadas del hijo o en el recuerdo sereno de los ojos que la dejaron soñar.