12 de diciembre de 2010

Hacia la libertad

Pintura: Maternidad de Oswaldo Guayasamin


Saltó el muro. Sus manos se apoyaron apenas en el borde de la pared y esperaron a las piernas, para seguir su camino hacia el otro lado. Ni siquiera tenía presente en que momento la policía comenzó a perseguirlo. Tampoco cuando escuchó el tiro y corrió hacia el paredón. Sintió un ardor muy fuerte en la espalda y la respiración jadeante por el cansancio. Los pies ya acariciaban la libertad.
Se sintió lejos del suelo y voló. Voló como los pájaros que mataba para comer o por diversión. Voló, la brisa le descolocó el flequillo. Su madre se lo acomodó y le acarició la cara con las dos manos. Su brazo derecho se estiró en el aire para agarrarse de ella, pero el empujón la hizo caer al vacío. La boca se le llenó de sangre y un hilo de odio bajó por la comisura de su labio inferior.
La primera cachetada de su padre, fue por castigo, las siguientes por borracha violencia, cuando todavía soñaba con remontar barriletes. La sangre le salpicó la cara y le tiñó los ojos. Por las heridas abiertas salían las viejas, una tras otra. Cuando las palizas se hicieron hábito, se escaparon, pero su madre no sobrevivió. Sólo, abrigado en su pena, lo adoptó la calle.
La cola del barrilete le rozó la cara y le desdibujó el dolor. Los pájaros que anidaban en el ceibo del otro lado del muro, empezaron a llegar. Siguió volando. Su cuerpo deshecho se rearmó. Quiso gritar el nombre de su madre y no pudo.
Cayó del otro lado, boca abajo en la tierra. La mancha roja ocupaba toda la espalda. Llegó a darse vuelta. Estiró los brazos de nuevo para alcanzar el barrilete. El último suspiro cerró sus ojos y abrió el camino a la libertad.
En la tarde herida, el sol dudó si se quedaba o se iba.