A
medianoche alguien abrirá la puerta. No servirán cerrojos, talismanes ni
extraños conjuros.
Voces
errantes conspiran a mi espalda.
Una
trombosis del habla sobrevuela el mundo. Las palabras son sólo palabras y no
distingo el tono de quien las dice. Sin magia no producen cefaleas, ni asombro,
ni espamos.
El
musgo, que fue tibio alguna vez, crece por el frío y se multiplica por la escoliosis
de mis costillas. No hay lava cabalgando por las venas. No hay apuestas al
después. Ni metadona que pueda aletargar este vacío que inunda mi cuerpo.
El
dolor más corrosivo ya comió mi pelvis. Los divertículos mordieron los límites
y rasgaron la carne. Se fueron los escorpiones de la almohada. La herida humea
cada vez menos. Y ya ni me afecta el clima áspero, de esta ciudad de huesos
fracturados y agujas en los ojos.
Parpadeo
insignificantes taquicardias que se pierden en la bruma del pecho. Se deshacen
los ecos del trueno. Y apenas persisten
suspiros cuando soplo el aire, como un enfisema interminable. Como un jadeo de
viento marchito.
Ya
no es fascinante el viaje si los pájaros que miro no son los que nos vieron. Ya
nada deslumbra. Si pudiera cerrar los ojos y no ver. Pero la maldita memoria no
enceguece todavía. Recorre arterias petrificadas mezclando las placas del tiempo,
mientras se bebe las últimas sombras de sangre.
Duermen
las garras de la fiera. No vengas a buscarme. Yo abriré la puerta. Con calma, y
los pies descalzos. Con esta metástasis de abrazos en la mirada. Sin sobras ni
faltante. Sin amnesia ni alcaloides.
Voces
errantes hacen silencio cuando me acerco.