15 de diciembre de 2012

Un buzón a la hora de la siesta

Inche poyekeyu. Así terminaba la carta. Te había costado mucho averiguar como se decía “te quiero” en mapuche. Y escribiendo brotaron las mejores palabras, las que no te animaste a decirle personalmente.
Desde muy chica jugabas al fútbol. Y lo hacías tan bien, que a los diez años te llamaron para formar parte del equipo del barrio. Un equipo casi de varones con sólo tres mujeres que apaciguaban las peleas y las malas palabras.
Cuando él llegó al pueblo y luego al equipo, vos no tenías una posición definida en la cancha. Apenas lo viste te llamaron la atención sus ojos grandes y negros. El pelo oscuro y el resto de las facciones, no dejaban dudas de su ascendencia indígena. No era más alto que los de su edad, pero creció cuando dijo que su nombre Mañke significaba cóndor y cuando mostró como jugaba. Hablaba poco y en tres palabras o en tres pases definía una situación. Te miraba y vos sentías un aleteo en la panza, el vacío del aire, alguaciles volando desde los poros. Y te perdías en sus ojos de asombro permanente. Mañke jugaba de diez, así que para estar cerca de él definiste tu posición de nueve.
La canchita cerca del arroyo los esperaba después de los partidos. Los ceibos coloreaban el agua de rojo. Mañke te agarraba de la mano para cruzar hacia la otra orilla, y te enseñaba los nombres en mapuche de los peces. A vos los pies se te ahogaban en escamas y un pez espada te llenaba de abrazos. Mañke se guardaba mariposas en las manos y las abría para que pudieran volar sobre tu pelo. Trepados a los árboles, el silbido del viento entre las ramas, te bañaba de aromas desconocidos y gratos.
En las siestas del pueblo de tu infancia, descubriste un mundo nuevo. Temblores apresurados en el pecho. Que el amor muere la paz del cuerpo. Y en tus sueños, te enroscabas en sus brazos para siempre.
Tus amigos se daban cuenta de las mejillas sonrojadas cuando lo mirabas, y entre risas te decían: dale un empujoncito, porque mucho “Cóndor” pero no se anima. A la salida de la escuela y antes del partido, entre todos te ayudaron a terminar la carta donde le decías cuanto lo querías. Te acompañaron y te obligaron a meterla en el buzón.
Ese día no almorzaron y fueron hacia la cancha con vos en andas. Después de todo eras la enamorada, la chica que se declaraba. Y todos sentían como propia esa experiencia, mezcla de juegos y de sensaciones nuevas.
Cuando llegaron, él ya estaba ahí. Charlaba con una chica que tenía su mismo color de ojos. Te sentiste dichosa de conocer a su hermana; te había hablado de ella y así la imaginabas. Con esa trenza renegrida que le llegaba a la cintura. Te acercaste feliz, con una brisa de soles en la sonrisa, y en el momento en que te ibas a dar a conocer, él la tomó de la mano y te dijo:
—Te presento a mi novia —y señalándote a vos y mirándola a ella agregó— mi amiga, el mejor goleador que he conocido.
No sólo ella era “la novia” sino que vos eras “el mejor”.
Apenas recordás cómo hiciste para retener el torrente de tus ojos. Te hundiste en el silencio. Una gota de aire frío resbaló por tu espalda. Y esa sensación. Igual a la del día de reyes cuando no te traían lo que habías pedido, y se lo dejaban a la nena de al lado.
Saliste corriendo y todos tus compañeros te siguieron, menos Mañke. Ahora sí tenías las mejillas mojadas y repetías: la carta, la carta.
Todos se encontraron rodeando al buzón. Había que sacar la carta. Una cosa era el amor y otra la humillación de que él te creyera una tonta. Todos intentaban ayudar. El sanguijuela Martínez espiaba por la ranura del buzón; metía una rama pero no lograba enganchar nada. A Matilde casi le queda la mano adentro. La sacó moviéndola como los gatos, cuando pasan por lugares más chicos que sus cuerpos.
Había que tirar abajo el buzón, romperlo, destruirlo. El gordo Serrano recordó que a esa hora se tomaba la leche en su casa y se fue corriendo. Los demás se pusieron del mismo lado y empezaron a empujar. Vos gritabas: —¡A la cuenta de tres! —y los hombros se dislocaban contra la mole roja. A esta altura creo recordar las risas. Todos se habían olvidado de tu dolor. Y vos también reías. Dijiste que ibas a buscar una soga y el caballo de tu papá, para arrastrar el buzón hasta el arroyo y acabar de una vez por todas con el monstruo rojo, devorador de secretos amorosos.

En medio de las risas se escuchó un grito: —¿Qué están haciendo? —el cartero llegaba para retirar las cartas.
Por suerte el buzón no se había movido ni un milímetro del lugar. Hubo que disimular y ponerse serios. Vos con tu cara de nena enamorada y con tu primer desencanto a cuestas, le suplicaste por la carta. Para que te la diera tuviste que contarle todo, mientras algunos te hacían un coro de lamentos. Y las lágrimas resbalaban por las mejillas salpicadas de tierra y de vergüenza.

Todavía guardo la carta. Y recuerdo las caras de mis amigos de la infancia y los ojos negros de Mañke. A pesar de las mareas del tiempo, una parte de él se quedó para siempre.


Tercer premio Concurso Escenas de la infancia, organizado por la REIA (Reunión de escritores independientes de Avellaneda) 10-2012