15 de mayo de 2011

Mi guacamaya


Guacamaya

Salí a la calle con mi guacamaya sobre el hombro. Trataba de hacerle confortable la vida en esta ciudad tan lejos de su casa. La había recuperado de un cazador furtivo y se recuperaba de una pata malherida. Ella, para divertirme hacía piruetas en el aire y asustaba a las palomas en la calle.  Nacida en Ecuador traía las costumbres de los cañaris de otros tiempos. Pero por mi barrio no se conseguía ayahuasca ni chicha de yuca, así que la conformaba con un vasito de cinzano  mezclado con ron menta y azúcar. Aunque en algunos días de malaria le mezclaba vino tinto con canela y una pizca de alcohol en gel. Así descubrí que se volvía habladora. Dormitaba un  poco, repetía hasta el cansancio lo que yo le decía y luego lloraba por varios días. Yo suponía que extrañaba las montañas y a su gente. Poco a poco empezó a incorporar palabras en lunfardo. Y siempre cuando hablaba de su tierra se le piantaba un lagrimón.

Mi guacamaya desplegaba sus alas coloridas y volaba en vuelos rasantes por la casa. Tenía el pecho amarillo, que según algunos decían combinaba muy bien con sus alas azules. Un tío hincha de Boca la llevaba a la cancha y la hacía volar de frente. Cuando la contrataron de San Lorenzo, tuvo que aprender a volar de espalda, así desde la tribuna se veían sus colores rojos y azules. Otro tío hincha del Tula le enseño la marchita. Desde entonces canta mientra vuela. Le estoy sacando esa mala costumbre, porque a veces se posesiona tanto que pretende hacer la v con las uñas y se viene a pique. La empecé a querer el día que por un mal amor me quise suicidar. Me miró fijamente con un ojo a cada lado de su guacamaya cabeza, me pidió que volara todos mis pensamientos siniestros y que cantara el himno de San Lorenzo (nunca pudo olvidarse del gasómetro). Le hice caso y nunca más tuve pensamientos.

Mi guacamaya se hizo muy famosa. Los chicos para verla hacían cola en la puerta de mi casa. Y hasta de la AFIP la contrataron. Así que con el logo y el mensaje de “te estamos observando” sobre su pecho, recorría la ciudad en busca de posibles evasores. Se había tomado demasiado en serio su trabajo y cuando la policía detenía a los infractores, les quería leer sus derechos. La policía, que no sabe de derechos se opuso, pero los de la AFIP la dejaron. Querían hacerse propaganda de flexibles. Entonces mi guacamaya con su mejor pico, les informaba que ahora la AFIP les permitía cancelar su deuda en cuotas y además la primera se pagaba a partir del mes siguiente. Qué feliz se sentía. Y yo también. Mi guacamaya se estaba adaptando a nuestra forma de vivir.

Un día la encontré llorando frente al televisor. Con una pata se tapaba la cara y con la otra me señalaba la imagen de la boda del príncipe y la plebeya. No quería pensar que se había convertido en una Cholula. Ahora que ya hablaba bien le pedí que me contara, mientras le acariciaba las plumas de la cola. Y ahí entendí sus llamados estridentes cuando volaba entre los pájaros del parque. Estoy muy sola, necesito un guacamayo, suplicó. Le dije que tendría que viajar hasta Misiones o robar uno en el zoológico, salvo que se conformara con un loro. Esos que habitaban en el árbol de la esquina. El jefe de la bandada era un pícaro, robusto, casi tan grande como ella y siempre le chiflaba piropos bonitos cuando paseaba por la plaza., pero ella odiaba a los simples loros verdes y aún más a las insignificantes cotorritas.  Decía que jamás se rebajaría con un monocolor. Ella había sido una reina en los Andes y ahora era famosa en el Río de la Plata.

Los días pasaban y yo pensaba que en cualquier momento, partiría  a buscar a alguien de su especie. La quería mucho, pero ya me pesaba su soberbia. Entonces en tono imperativo le dije  que era mejor un loro común en mano que cien loros especiales volando lejos. No quería que se fuera a buscar un guacamayo a tierras desconocidas. N o quería verla caminar sin rumbo hacia la muerte. Así que en la primera salida hacia la plaza, la dejé en el árbol de los loros.
Está tan contenta mi guacamaya con su loro de un solo color. Una bandada de cotorras le hace la limpieza y le cuida a los hijos. Ya tiene como treinta y cinco. Muchos son de variados colores. Todos hablan y cantan como la madre. Es el árbol de la plaza que tiene más pájaros en la cabeza.

Mi vieja guacamaya a veces me viene a visitar. Y se toma tranquila una copita de cinzano con ron, menta y azúcar.

3 comentarios:

  1. Me encantó la historia y tu guacamaya! Sobre todo porque tiene varias lecturas...

    Un abrazo

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  2. Gracias Bea, qué alegría leerte.
    En estos días voy a ir a visitarte al blog.
    Te mando un beso.

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  3. que linda la historia de la guacamaya ayahuasquera y bien porteña. Es un cuento raro en vos. Me gusta esta apertura.

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