15 de junio de 2011

Reencuentros

Desde el vaso con vino que nunca bebí, ascienden tonalidades verdosas y anaranjadas. Mi madre me cuenta que el tapir se comió las zanahorias de los conejos y al final terminó comiéndose a los conejos. No sé que me quiere decir mi madre, porque yo soy mis abuelas, una más que la otra. A una todo el tiempo le habitaban los colores y las notas musicales en los ojos, a pesar de haber escapado con hambre de su tierra. La otra había escapado de un hombre que le llevaba cincuenta años. Le huyó la mente y el cuerpo cuando se fue detrás de un tipo más joven. Olvidó llevarse a los dos hijos, que había tenido a los catorce. Fueron crueles mis abuelas fueron felices. Una vivió toda la vida para un hombre. La otra tuvo varios hombres en su vida. Como un toro bravío salía al ruedo. Jamás traicionó a su especie. Ni cuando el aire se tiñó de rojo, ni cuando la persiguieron como una amenaza acechante.

Mi padre me gambetea en pantuflas y hacemos un picadito en el potrero de la esquina, con Soriano debajo del brazo. Todas las mascotas sentaditas debajo de la pérgola, ovacionan cada jugada, mientras una lluvia de granates cae de una nube con forma de pompón. Y otra vez la soledad, otra vez ese recuerdo mal parido, esa amenaza donde caballos de marfil pelean su agonía. Pelear es lo único que sé, será la herencia del toro bravío. Es lo que me salvó cuando me hicieron navegar en un barco a la deriva y me llevaron lejos. La lucha siempre nos limpió, aunque en la última batalla dejamos la vida los dos. Quizás es hora de que los angelitos dibujados en el piso se mareen en calesitas de telgopor. Y que los elefantes naranjas remen desde las estrellas. La memoria me prohíbe desentenderme del mundo. Oscurecerme como letrinas desbordadas. O que una tenue brisa cloacal me permita jugar con ratas haciendo parapente.

Revuelvo las cenizas de cientos de cacerolas. Y despego las costras acumuladas. Despierto madrugadas protestando en disconformidad. Buscando. Nunca tuve que dar paz a mi conciencia. Quizás la música de mandolinas resquebraje mis esquemas. Se desintegren mis angustias como terrones de azúcar debajo de la lluvia. Fui aquella mujer feliz que bailaba un vals, con los flecos del huipil colgado entre los labios. Me cubrí con esponjas blancas. Lloré sobre el cuaderno con tapas de papel araña. Planeamos el amor eterno en nuestras cabezas de jade. Escupimos sapos hasta que los pulmones se nos azularon de espasmos. Y nunca disfrutamos de la abominable paz de la inercia. 
Quizás haga un pacto con las babas del diablo. Te cubra el rostro de besos. Y te sirva timbales de arroz sobre la espuma de las olas.
Quizás al fin las cadenas se transformen en alas. Nos destapen sábanas infinitas.  Y cuando los columpios se esfumen en la eternidad impenetrable, venceremos al espacio con barcos desarmados.

2 comentarios:

  1. Ha sido un verdadero placer haber recalado en tu rincón, hay buenas cosas aquí y sin dudas pasaré periodicamente, saludos, José López Romero de Corazón Urbano

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  2. Muchas gracias José, muy amable de tu parte. He visto tu blog y me pareció muy cálido y con mucho amor a tu tierra. También estaré recorriéndolo con detenimiento.
    Te mando un abrazo.
    Cristina Occhipinti

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