31 de octubre de 2010

El baúl

El sueño, óleo sobre lienzo realizado en 1912 por  Franz Marc

Hasta que se casó, mi madre tenía raíces fuertemente arraigadas en la gran ciudad. Luego debido al trabajo de mi padre, se tuvo que repartir entre grandes ciudades ruidosas, pequeños pueblos silenciosos y alguna que otra isla desierta.
Y entonces fue aprendiendo técnicas de supervivencia que luego nos enseñó. Cuando nos tocaba vivir en el campo disfrutábamos del lugar intercalando los recuerdos que sacábamos de un baúl, que siempre nos acompañaba. Mamá había guardado en él todos los sonidos de la ciudad. Lo colocaba sobre su falda, lo abría y ahí aparecían las voces del teatro, las murgas del verano, las sirenas de las ambulancias, los gritos de la hinchada de San Lorenzo, las bocinas, las peleas callejeras.
Nos encantaba esa manera que tenía de hacernos creer que teníamos una ciudad en el campo. Cuando el baúl se vaciaba de ciudad, era tiempo de volvernos. Entonces, nos dejaba a nosotros mudar el campo. Cada uno guardaba lo que más le gustaba. Mi papá metía su siesta y el olor del estofado del domingo. A mi hermano le costaba un poco guardar el fresno que lo escondía cuando se portaba mal. Yo guardaba el río, el monte y todos sus animales. Lo que guardaba mi madre siempre era una sorpresa. Una vez cuando ya estábamos en la ciudad con ganas de volver al campo, sacó un horizonte. “Alcáncenlo” nos dijo desafiante y aún lo estamos persiguiendo.
En la ciudad, abríamos el baúl y mis animales corrían entre los sillones del living. Mamá lavaba en el río y a mi hermano las hojas del fresno le acariciaban la cara, mientras papá dormía la siesta y soñaba con el estofado del domingo. Cuando debíamos irnos a la isla, mamá nos hacía oler la ciudad. Ahora le tocaba el turno a los aromas. Y así empezaba de nuevo la rutina del guardado.  
Mi madre fue una mujer sabia, guardando y desguardando. Vivió plenamente, saboreando todo lentamente. Murió tranquila después de despedirse de todos los sonidos, silencios, olores, colores y amores que había acumulado en su vida. Y no sin antes recordarnos lo que debíamos guardar y desguardar en el baúl. Ese día la ciudad calló, el campo gritó y la isla se inundó.
Su baúl me ha quedado a mí. Mi vida se asentó en la ciudad, pero seguí con la costumbre. Fue lento el aprendizaje. A veces uno no sabe qué guardar. O guarda algo que maravilla en el momento, y cuando lo va a sacar perdió el brillo. Otras en el desguardado aparece lo inesperado. Guardé amores y desguardé horrores. Guardé y desguardé  recuerdos.   
Ahora le hice el pase a mi hijo. Cada vez que lo abre para guardar o desguardar veo la cara feliz de mi madre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario