3 de noviembre de 2010

Defensor

                                           Mural en el colegio San Idelfonso
                                           México DF
Las uñas esmaltadas resplandecían en las manos cuidadas, libres de alianza. Se arregló el siempre acomodado nudo de la corbata, en combinación con el pañuelo que sobresalía del bolsillo del saco. La camisa color cremita de hilado egipcio, también hacía juego con el resto del traje, propicio para la estación. Su pelo entrecano estaba cortado prolijamente desparejo. Las arrugas en las comisuras de los labios, no respetaban la crema que el doctor Martín Rodriguez Blanco todas las noches pasaba por su cara.
Buscó el espejo que todavía no habían colocado en su nuevo estudio. Sus mandíbulas se endurecieron en una mueca de disgusto, que contradijo por un segundo el resto de su cara tan ficticiamente bronceada. El doctor Martín Rodriguez Blanco no toleraba descuidos. Por suerte conocía su cuerpo a la perfección. Aprovechó el reflejo en la lámpara inglesa del escritorio y practicó su sonrisa seductora. Acomodó la foto de su última cacería de jabalíes, mientras desde otra su padre con los socios fundadores del estudio, lo miraban con reprobación. La dio vuelta de un puñetazo y la fina pulserita de oro de su muñeca derecha, voló por el aire. Quedó justo arriba del ejemplar de Padre rico, padre pobre.
Sacó el celular y le confirmó la reserva de la cena a su última adquisición. La mirada ganadora de sus lascivos ojos verdes, vaticinó una noche tumultuosa.
Tomó las llaves de su auto último modelo y guardó en su maletín de carpincho, el escrito tipeado por su secretaria primer modelo.  
La audiencia iba a ser difícil, esos ignotos abogados dominados por su conciencia y sus principios irían con la chusma, amiga de la supuesta violada.
El doctor Martín Rodriguez Blanco pensó en las palabras que diría a los medios: “Todos tienen derecho a una defensa”.
Se sintió intelectualmente soberbio y justo.

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