3 de noviembre de 2010

Los que nos cuidaban

Todo es ilusión, menos el poder.  Lenin

La casa tenía la altura de todas las de la isla. La escalera era ancha y fuerte.  Barandas de madera,  rodeaban el frente. Desde ahí, a unos cincuenta metros se veía la costa, el río, el muelle. A unos cien metros a la izquierda comenzaba la quinta con árboles frutales. Las gallinas, los patos y los gansos andaban sueltos por todo el terreno, junto con el resto de la fauna casera.
Y luego de la quinta estaba el monte, donde teníamos prohibido entrar, aunque lo que allí habitaba no tenía prohibido salir. En primavera el olor a azahar inundaba la casa. En verano los frutos inundaban nuestras bocas.  Nada perturbaba el buen humor de mis padres. Eran felices en ese lugar que habían transformado con mucho esfuerzo. Sin embargo, estaban cansados de tanto despojo y esa noche tenían las caras desfiguradas. Los tambores llenos con querosén y alimentos que se guardaban debajo de la casa, se golpeaban como si estuviesen vacíos o como un presagio. La luz de los faroles, ensombrecían las caras de mis padres. Estaban tensos, en guardia. Últimamente, apenas llegada la tarde, se calzaban  las escopetas en sus hombros. Y mirando hacia la escalera, esperaban.  
Yo sabía por donde iban a subir. Se lo había dicho a mi madre el día que me encontró con un cuchillo, al lado del fresno. Trataba de cortar los hongos inmensos que había en su corteza. Sobresalían como escalones que llegaban a la copa. Mi madre me retó como nunca lo había hecho y me dijo que jamás lastimara a la naturaleza, que era la única que podía salvarnos. De verdad el fresno era hermoso, rodeado de lirios y zarzamoras. Estaba al costado de la casa y su copa sobrepasaba la ventana de mi habitación. De noche se transformaba en una escalera gigante. Por ahí subirían. 
El sonido de la lancha almacén, me alegró. Es temprano para esa lancha, dijo mi madre, tapando mis pensamientos. Es la otra, susurró mi padre con la voz cansada. Es la otra, repitió. Nuestros dos perros mastines, aullaron. Me abracé a ellos. Debajo de la mesa, donde me había puesto mi madre, temblamos juntos. Mi padre protestó contra la crianza de los mastines, que se habían convertido en perros falderos mientras intentaba bajar las escaleras. Mi madre no se lo permitió. Las gallinas cacarearon enloquecidas. Se escuchaba el aleteo de los pájaros, confundidos por un amanecer prematuro. La tierra se sacudió, como si alguien quisiera sacar las columnas de soporte de la casa.
Y se escucharon a los animales enfurecidos, sonidos de voces altaneras, pasos violentando las escaleras y risas violando el desamparo.
Entraron en la casa pateando las puertas. El que dirigía entró primero. Tenía tres batarazas en cada mano que levantaba como trofeo. El que venía atrás traía un cajón de manzanas y dos patos. - Sólo falta la bebida - alardeó el tercero, con tres conejos en sus brazos.
El llanto salió como un grito contenido, cuando vi a Lumumba, mi conejo.
- El negro no -  gritó mi padre, es de la nena. La sangre nos salpicó cuando el cabo clavó su cuchillo en el cuello del conejo, mientras reía a carcajadas. 
El primer disparo lo hizo mi madre y dio de lleno en la cara del asesino. Los otros dos no tuvieron tiempo de sacar sus armas. Mi padre cuando odiaba, tenía muy buena puntería.
Corrimos hacia el monte. Las cortaderas se abrieron para dejarnos pasar. Los animales nos acompañaron en silencio.
Desde entonces vivimos escapando de las fuerzas del orden, pero nunca más tuvimos que pagar a nadie por cuidarnos.  

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