6 de noviembre de 2010

Pelusa

Los gritos de la tribuna le arañaron la cara. Instintivamente se tiró hacia atrás. Giró la cabeza y buscó a algún compañero. Lo encontró en un guiño cómplice, entonces respiró profundamente y siguió caminando. Los gritos se convirtieron en susurros.
Tenía el pelo trenzado, pero igual sacudió la cabeza para acomodarlo. Pelusa se supo diferente.
Pensó que el clima estaba raro, sintió calor en las sienes y frío en las manos. Le subían y bajaban burbujas, desde la garganta hasta la boca del estomago.
Miró la inmensidad de la cancha, y se perdió en los recuerdos. La voz de su padre le recorrió el cuerpo y se le metió por los ojos. Lo vio enseñándole a jugar, mientras le leía la lección del colegio. Su padre peronista, convertido al socialismo, le repetía: alpargatas sí, libros también; fútbol sí, libros también.
Recordó que en esa época empezó a leer a Soriano. No habrá más penas con el fútbol, ni olvido con los libros.
Muchos años después, comprendió que lo amaba por compartir el equipo de sus desvelos. Qué ironía, dos ateos eligiendo un cuadro santo.
El sonido del silbato, le devolvió el presente.
Levantó los ojos y miró con regocijo los trapos que cobijaban a la hinchada. Esos colores compañeros, que bailaban pegados a los cuerpos. Esos que iban a todas partes y nunca se quejaban.
Otra vez debía dar examen.
Otra vez los insultos prejuzgaron.
Otra vez el capitán sonrió.
Otra vez todos los hombres dudaron.
Pelusa se mostró de nuevo. Se ajustó los cordones de los botines.
Se levantó las medias con descuido y se acomodó el pantalón con cuidado.
Pelusa, la única mina que jugó en un equipo de fútbol masculino, se supo realmente diferente.
Pelusa, que había empezado a jugar a los diez  años, con los chicos del barrio.
Pelusa, que había empezado a jugar de número nueve, porque le gustaba el morocho de rasgos aindiados que jugaba de diez.
Pelusa, clavó los tapones en el césped, se plantó delante del compañero y con un grito le ordenó: "¡pasámela!".


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