3 de noviembre de 2010

Mi río

Recorrió casi todo el mundo buscando un lugar y encontró que todos podían serlo. De los paisajes de su tierra se había llevado los olores, que dormitaban en su regazo. A veces despertaban en su cama y otras en cualquier lugar. El olor a pimentón en el algún mercado de Estambul le mostró su cerro de los siete colores. A sus lagos de La Patagonia, los veía cuando la lavanda de las farmacias de la calle de Los Mártires, perfumaba su ropa. Los jazmines de las florerías cercanas a El Rastro, le mojaban la cara con las aguas del Iguazú. Así fue pasando su vida, contenta en donde estuviera, porque siempre encontraba algún aroma salvador.
Hasta que un día olió a glicinas, en una casa allá por Huerta Perdida en el Cercado de Lima y anhelante esperó, pero no vio nada. Algo andaba muy mal. ¡Justo las glicinas que habían acompañado su infancia!
A los dos días caminaba por las calles de Buenos Aires. La ciudad le tiró sus fragancias y al paso reconoció a casi todas, las nuevas eran pocas y extrañas. Que raro pensó, que no se le  apareciera el mundo recorrido, pero quizás al revés tenía más sentido. Debía buscar glicinas y sabía donde.
Al día siguiente muy temprano viajaba en la lancha colectiva. Cuando empezó a recorrer el río Luján, cerró los ojos. El Paraná de Las Palmas, siempre agitado la zamarreó con bronca. Recién en la desembocadura del Miní los abrió, y ahí bajó. Sólo se escuchaba el ruido del motor alejándose.
Su casa estaba totalmente abandonada y los tártagos no llegaban a cubrir la mitad de la escalera. Las glicinas ya no estaban. Miró a su izquierda. El camino al arroyo seguía igual. Como si alguien la empujara suavemente empezó a caminar. Se llenó de  murmullos, las hojas protestaban al ser pisadas. Los álamos en hilera se saludaban gentilmente, y canturreaban bajito cada vez que el viento los incitaba. A veinte metros se presentía otro cielo. Los olores empezaron a aparecer, los eucaliptos se impusieron a los demás. Cuando llegó al final de la arboleda, el río manso le inundó los ojos. Se arrodilló sobre la orilla y lo olió profundamente, tanto que una gotita hizo equilibrio en la punta de su nariz.
 Empezó a reírse, ahora entendía. Se había olvidado de llevarse estos olores. Se sentó y con los pies en el agua empezó a hacer jueguitos y figuras, como cuando era chica.
La canción del viento ya no se escuchaba y los árboles olvidaron su cadencia. Dejó los pies quietos, pero el agua los seguía moviendo, golpeaba sus rodillas y salpicaba su cara. Se paró de un salto. ¿El río crecía? Se acordó de las inundaciones y comenzó a temblar.
De golpe, otra vez lo vio tranquilo. El sol sonreía desde la superficie. Los sauces le acariciaron la cara y luego siguieron con esa costumbre reverente de mirarse en el espejo. Se sintió en paz. De espaldas al río, estiró los brazos bien altos y queriendo abrazarse al paisaje gritó: “ahora sí me los llevo conmigo”.
Cuando quiso darse vuelta,  el río se levantó sobre la orilla como una gran ola en el mar y se paró enfurecido más arriba de su cabeza. Con una última delicadeza, la envolvió suavemente y se la llevó con él.
De nuevo, esa hermandad de calma y susurros lo cubrió todo. El sol pertinaz seguía sonriendo desde la superficie del río manso.

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