20 de noviembre de 2010

La 24 de setiembre

Plaza 24 de setiembre - Apolinario Figueroa y Rojas - Villa Crespo
Definitivamente soy la más linda del barrio, un poco rara quizá. Me dicen la veinticuatro y soy triangular. Una avenida y dos calles me rodean. En la vereda de una de las calles está el Ferreyra, viejo colegio con paredones adornados con murales. Desde ahí, el Guernica que pintaron los alumnos del Bellas Artes, me recuerda el horror de la guerra. En la avenida los autos ensordecen a los distraídos con bocinas y frenadas. Mi cuerpo de cien años tiene muchos implantes y cinco de ellos casi nacieron conmigo: un sauce que sigue extrañando al río, dos ceibos que creen que su flor es internacional, un alerce que se enamoró de la ciudad y un paraíso inmenso que en su copa, alberga las voces de las murgas del verano, el teatro callejero y una gran convención de loros. Hay pocas flores, pero no me molesta. Prefiero a los chicos jugando a la pelota o a los perros escarbándome la tierra.
Todos me quieren y me visitan en algún momento. Me charlan, me suspiran, me juegan y me ríen. Aquí las diferencias se juntan, se achican, las alegrías se comparten  y a veces las penas se sientan en algún banco. Como las de Sara, que le saltan por la piel cuando se abraza la cabeza y llora sin llorar.  Siempre venía abrazada con su noviecito, que la arrastraba a un banco y la llenaba de caricias y de besos ante las enrojecidas caras de las señoras mayores. Ahora se la ve muy frágil con el libro que nunca lee ajado en sus manos. Mario aprovecha que se le cae una ficha de ajedrez para charlar con ella. La escucha mientras Sara llora, luego habla él y a Sara se le dibuja una sonrisa. Cuando Sara se va Mario se queda pensando, quizá en su única hija que se fue lejos.  Él vive solo, aunque ahora está siempre conmigo. A veces cuando no juega al ajedrez, se da una vuelta por la canchita de fútbol. Ahí hace unos pases con los chicos y se pelea de mentiras con Gonzalito, el gurrumín que adoptó como a su nieto.
 Nadie sabe el nombre de Gonzalito. Un día llegó y dijo: me llamo González y quiero jugar. Los ojos negros, la cara paspada, las manos chiquitas con callos y el carro lleno de cartones, sin caballo, estacionado en el triángulo, no dejaron dudas sobre Gonzalito. Sus pares, niños de barrio de clase media, malvados inocentes, se rieron y lo echaron a piedrazos. Pero Gonzalito volvía e insistía. Un día se puso a gambetear y nadie lo pudo parar. Desde ese día fue nuestro jugador estrella y es una estrella perdida cuando patea la pelota con tanta fuerza, que cruza la calle y cae en el jardín cuidado de Estela.
Estela es de cuidado. Cincuenta y tres años y treinta de soledad elegida la arrugaron por dentro.  No tiene arrugas en la cara y no tiene porqué,  jamás se ríe. Sus gritos espantan a las palomas que a veces aparecen muertas enfrente de su puerta. Los chicos del barrio le tiran la pelota, los perros le cagan la vereda, las vecinas le dejan la basura. Pobre Estela, el mundo está en contra de ella. Estela jamás mira a los ojos,  sólo mira pasar  la vida. Y como tantas veces,  devuelve la pelota acuchillada.
Marisa que siempre hace noche en algún lugar del barrio, la levanta con asombro y vergüenza. Marisa que no habla mucho, les dice a los chicos: está muy lastimada. Ellos siempre le hacen burlas, pero esta vez se quedan callados. Marisa también tiene cincuenta y tres años de  edad y de soledad no elegida. Descuelga su mochila sucia y empieza a revolver entre los pedazos de vida rota que lleva a cuestas. Saca una matraca, un bonete, un gato de peluche que le salta al cuello, una latita con botones de colores, agujas, hilos y algunos trapos. Se sienta en el suelo y mientras el gato de peluche  juega con su pelo anudado, saca todo el papel de diario guardado en sus zapatos. Con las manos junta hojas del piso, las envuelve en el papel de diario y las mete adentro de la pelota. De a uno, despacito, como despidiéndolos, guarda también todos sus trapos. Luego cose los tajos y les pone botones de distinto color. Algunos botones brillan como los ojos de los chicos. Marisa le hace una seña a Gonzalito y le devuelve la pelota. Quedó tan linda que no la quieren patear. Entonces todos se sientan en la canchita en círculo. Gonzalito saca su sándwich, lo reparte en siete pedazos y el primero se lo da a Marisa. Cuando terminan de comer, juegan con ella al distraído.
La pelota vuela con las risas, roza la copa del paraíso y los loros revolotean las hojas, mientras en bandada se exilian en otro árbol. El viento que no se animaba a suspirar, sacude los trajes murgueros que practican para el carnaval. Un niñito se quiere subir al monumento a la madre para mirar como toma la teta el bebé de cemento. El paseador de perros intenta separar al beagle enamorado de la  boxer. Los jubilados van y vienen del pasado. Sin detenerse, los indiferentes me cruzan por la diagonal hasta la avenida.
Y mi vida hace nido en las vidas de cada uno.

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