20 de noviembre de 2010

Melina, enamorada del mundo

Foto de mi abuela Melina Piccito
Texto ganador del tercer premio en el concurso de Metrovías "Relatos de inmigrantes" el 12/05/2010

Una casa con las habitaciones alrededor de un patio, me devuelve siempre parte del pasado.  Y veo  la casa inmensa de la abuela Melina. Tenía siete habitaciones de un lado y más de una ocupada por quien necesitara asilo.
Sara vivía ahí y nadie recordaba desde cuando. Había trabajado con la abuela en la fábrica textil y cuando la echaron no tuvo donde ir. No quiso volver a su casa; la abuela la había convencido para que dejara al marido golpeador. Desde entonces, Sara  planchaba camisas para las señoras pudientes del barrio y ayudaba a la abuela.
Del otro lado estaba la cocina y el comedor. La pajarera en el centro del patio era lo único que recordaba al segundo marido de la abuela. El hombre criaba palomas. A la abuela no le gustaban mucho las palomas; tampoco le gustaba verlas encerradas y un día las hizo escapar. Dicen que cocinó algunas y acompañó la polenta del día. No sé si fue cierto, pero de ahí en más la puerta de la pajarera quedó abierta.
Recuerdo los pájaros volando sobre la jaula vacía, el sol coqueteando con los gatos tirados panza arriba, mariposas despistando a las flores, el olor de la comida casera perfumando la ropa y la memoria.
En las paredes, la enamorada se desprendía del muro y seducía a las nubes. El cielo estaba  sobre el patio de la abuela. Y el patio de la abuela estaba  sobre el mundo.
Siempre pensé el patio del color celeste de las glicinas, acompañando mi adolescencia. Yo era adulta cuando la abuela Melina me contó, que nunca hubo glicinas en la casa grande. Las había en las historias que me contaba de su Ragusa natal, pero las de allá eran blancas con los bordes rosas. ¿Será por eso que no recuerdo el olor y  las veo en el color que conozco?
Al final del patio, un pequeño jardín se continuaba por detrás de la casa con una parra, que seguía hasta el fondo y se confundía con los árboles frutales. Hasta hoy, el gusto de los higos de la abuela Melina acaricia mi boca. Debajo de la higuera me cantaba canzonetas en siciliano, cuando yo aún era una niña. Y  me entusiasmaba con la revolución socialista, cuando era adolescente. Las canciones hablaban de su tierra. Había una que contaba que todas las penas se curaban con la risa. Y la abuela me obligaba a reír. Que te arrugues por la risa y no por la amargura, me decía.
La higuera de la abuela no sólo tenía higos. Durante el día Rosa jugaba en las ramas más altas. Rosa era una mona carayá que nos bombardeaba con higos maduros y se comía los mejores. Mi abuela  la amaba tanto como a la Luxemburgo, de la que había tomado prestado el nombre. Se la dejó un anarquista escapado de Formosa, que se la robó al capanga de la empresa forestal, donde trabajaba como peón. El hombre duro y curtido, no pudo soportar el maltrato que le daba. El capataz había matado a la madre de Rosa en una excursión de caza y le había regalado el bebé a sus hijos, para que tuvieran un juguete viviente. Años más tarde, el salvador de la mona, se vengaría también del maltrato a sus compañeros. Pero esa es otra historia.
La abuela Melina le dio asilo y cuando el amigo se fue, no pudo llevarse a Rosa; no había lugar para ella en el camino de un fugitivo. A Rosa la mataron las “fuerzas de seguridad” en el cincuenta y seis, cuando entraron a llevarse a la abuela Melina por comunista. Se ve que sabían que la abuela, que ya tenía setenta años, era del tipo de comunistas que no apoyaba a la Libertadora. Rosa, haciendo honor a su especie de mona aulladora, despertó a todos los vecinos. La abuela pudo escapar. Rosa no. Los chillidos enloquecieron al que le tiró y la mató. Esa, también es otra historia.
Todos los domingos nos reuníamos en la casa grande. Era el único día que la abuela no se encontraba con sus compañeros, no tenía reuniones, no preparaba carteles. Ya estaba casada con Pietro, su tercer marido. Había sido su amigo de la infancia y lo encontró en Sicilia cuando ella se fue en el cuarenta y tres, a luchar en contra de Mussolini. Pietro sabía que nos gustaba el asado a la aryentina, que él preparaba con el mismo amor que sentía por la abuela. Pero la abuela siempre mandaba. Y los domingos se debía comer la pastacciutta. Pietro estaba al lado del fuego preparando el asado, cuando la abuela Melina se lo apagó. Sostenía en sus manos un balde con agua.  Y Pietro en la suya un vaso con vino garnacha. Ante nuestro asombro, los dos se rieron a carcajadas. La abuela le dio un beso y repitió: los domingos se come pasta y la mesa está lista per mangiare.
Mientras todos nos acercábamos a la mesa, la abuela Melina llenó su mano con agua del balde y se mojó la cara. Tenía la costumbre de salpicarse la cara con agua. Cada  vez que lo hacía refrescaba sus catorce años, cuando llegó a la Argentina. En el barco salía a la cubierta. Ahí, en puntas de pies, agarrada de la baranda, esperaba que las gotas saladas saltaran del mar y le mojaran la cara.
  

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