27 de noviembre de 2010

Las crónicas de Bonifacio

Pintura: París a través de la ventana de Marc Chagall 














El contraste, entre el lenguaje de las cartas de Bonifacio de octubre y su comportamiento de julio, difícilmente podría ser más marcado. Empezaron siendo entusiastas, con detalles minuciosos, de la vida en las calles de la ciudad que había elegido para su exilio forzoso. Luego se convirtieron en incoherentes reflexiones. Las palabras se fueron transformando. No formaban una oración, estaban sueltas, como bailando sobre la hoja. Como si quisieran salirse e ir a otro lugar. Muchas veces no entendía el significado y me imaginaba que estaba más o menos contento, según como las acomodaba. Todas apretadas en una esquina o todas desparramadas. Las últimas cartas, llegaban en sobres con una letra totalmente distinta, totalmente inexpresiva.
No me acostumbraba a su ausencia y me preocupaba su cambio, así que apenas pude viajé a verlo. Fue difícil llegar hasta donde vivía. Era un departamento grande y antiguo. Una radio gritaba música celta. Siempre la escuchaba cuando estaba muy triste. En el lugar, los papeles tapizaban en desorden el piso y los sillones. El estaba con su cabeza casi apoyada sobre el escritorio, con sus manos hundidas en una mata de cartas. Levantó la mirada, no dijo nada. La barba espesa tapaba su expresión. No podía creer que no me reconociera. No podía imaginarlo en esa situación. De golpe se levantó. Sentí el pecho aprisionado, la respiración entrecortada, pero en esos momentos de confusión, tan propicios para el ataque de llanto, escuché su voz: casi no veo, sé que estás ahí, por favor acercate, por favor abrazame. Después, el llanto calmo  fue compartido.
La casera del departamento me contó luego, en su extraño español, los detalles de su ceguera y su obsesión por seguir escribiendo. Ella enviaba sus cartas y preparaba los sobres.  Entonces decidí quedarme con él.
Con mi ayuda su vida fue mejorando, a la par que desmejoraba su vista. Lo único que sabía hacer era escribir. Había estado en muchos lugares, y sus crónicas eran inmejorables. Quería terminar la última y para eso iba a recurrir a su memoria. El frío llegó y cubiertos con frazadas, nos quedábamos hasta muy tarde despiertos. El me dictaba y yo escribía. Ya casi habíamos terminado, cuando vi de nuevo al Bonifacio que amé. Su lugar ya no estaba en esa ciudad que quiso tanto. Esa que lo recibió, sin hacerle preguntas. El la cuestionó muchas veces, pero solo porque añoraba demasiado a la suya.
Al terminar el crudo invierno, decidió volver a su patria. A pesar que mucho del trabajo estaba hecho y casi nada me quedaba por hacer, iría tras él. En esa última noche en París, recordamos cuando nos conocimos, veníamos de países distintos, pero con las mismas historias de conquistas y opresiones.
Siempre pensó que la luz de las revoluciones podría iluminar las conciencias. Por eso con su humor ácido de siempre, renacido a través de las tinieblas me dijo: Solo la luz es fundamental para vivir.

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