20 de noviembre de 2010

La araña enamorada


Foto tomada en Iguazú por el fotógrafo Abel Jorge
http://www.flickr.com/photos/abeljorge

La araña estaba acongojada y se acurrucó en un rincón oscuro del galpón donde vivía.  Por suerte la última camada de hijos había escapado en busca de mosquitos. Sólo esperaba que no apareciera ningún araño a querer morir bajo sus patas. Hasta esa mala suerte le tocó en el reparto de clases de araña; era de las que no podía disfrutar, las que mataban después del orgasmo. Y para agregarle más desdicha a su vida, cada dos por tres aparecía algún tonto con poca suerte con las hembras o le faltaba alguna pata o un ojo y se quería suicidar. Entonces la buscaba a ella; que mejor morir después del momento mágico del sexo.
Copular y no disfrutar el después. Justo a ella que se había convertido en una mimosa. A veces se asomaba por la ventana y miraba a los gatos. La asustaban un poco sus alaridos, pero después, cuantos mimos, cuantos ronroneos. Eso quería, quedarse con las patas del araño rozándole las suyas, abrazadas en un grito de placer. Pero eso jamás iba a pasar. Su poder de exterminio estaba escrito genéticamente, y cuando el araño empezaba a disfrutar del momento sublime, ya estaba muerto y digerido. También le hubiese gustado un compañero por más tiempo. Caminar juntos por el galpón tomados de las patas, que la ayudara con el bordado de la tela y enseñar a sus hijos a tener cuidado con los depredadores más grandes: los pies de los hombres y los gritos histéricos de las mujeres.
Ya lo había decidido, ella no podía vivir sin copular y matar, pero podía suicidarse. Afuera había un mar inmenso y mucha luz; araña de oscuridad no soportaba el sol. Una vez intentó salir y casi se le achicharra una pata.
Esa noche se trepó por el parante de una sombrilla de la playa. A la mañana siguiente muy temprano escuchó voces. Sintió un mareo envolvente y un golpe seco la tiró a la arena. Quedó patas para arriba bajo los rayos del sol y se quedó quieta esperando calcinarse. Alguien suavemente la empujó hacia la sombra. Se dio vuelta y quedó frente  a unos ojos inmensos que la miraban arrobados. Era un araño muy grande y con las patas distintas a las suyas. Vio que él se ponía colorado, bajaba los ojos y daba unos pasos para el costado y luego para atrás. Fue amor a primera vista, como todos los grandes amores. El estiró su pata y suavemente le acarició la cabeza. Ella estaba sorprendida. Los araños de la luz eran tan grandes, tan dulces, tan hermosos.
El juego de seducción previo, en la arena bajo la sombrilla, duró horas. Cuando ella en la danza erótica se resbalaba hacia el sol, él la traía suavemente hacia su pecho. Cuando llegó el momento esperado, ella se puso a llorar. Ahora no quería morir y tampoco matar a su amor. Con los pelos de la cara empapados de lágrimas, ella le explicó la  clase de araña que era. El le habló de su fortaleza, de su caparazón protector y además no le importaba morir si ella era feliz. Los dos se dejaron llevar por la pasión. La araña tuvo tantos orgasmos como patas tenía y luego lo mordió no pudiendo evitar el instinto heredado, pero se quedó tranquila. El caparazón de su amor era muy duro.
Cuando él le iba a confesar que en realidad era un cangrejo, sintió un pinchazo en el cuello. El dolor le hizo estirar las patas y una de sus pinzas aprisionó la cabeza de la araña. Murieron enseguida. Sus bocas parecían sonreír.
Durante la noche, la luna iluminó los cuerpos abrazados de la araña y el cangrejo. Pronto ordenaría a la marea sepultarlos. Las leyes de la naturaleza son inquebrantables, pensó. Desde el romance de la yegua y el burro, la luna se había vuelto muy conservadora.      

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