3 de noviembre de 2010

El cuerno

Leopoldo se despertó molesto. No recordaba lo que había soñado y sus sueños eran lo único excitante en su vida. Descalzo fue hasta el baño. Se apoyó con las dos manos en la pileta y levantó con desgano la cara. Se miró en el espejo, sus ojos estaban tan resignados como su vida. Quiso sacarse una pelusa pero era una pequeña protuberancia en la mitad de la frente, arriba del espacio entre las dos cejas. Desde los quince años que no le salían granos en la cara. Se vistió y se peinó.
Cuando salió de su casa, el portero siguió barriendo sin mirarlo. El día estaba gris y lloviznaba. En la esquina su vecino del segundo, cruzó la calle justo en el momento que él pasaba. Viajó apretado con la misma gente desconocida de todos los días. Una mezcla de dolor y ardor en el lugar donde había aparecido la protuberancia, lo asustó. Sentía la piel estirada y la frente a punto de estallar le entrecerró los ojos. Tanto que cuando bajó del colectivo, se llevó por delante a una mujer que lo apartó sin mirarlo.
Entró al bar al que concurría desde hacía veinticinco años. El mozo, sin decir una palabra le llevó el café. Leopoldo tampoco dijo nada. No quería tocar la protuberancia y por primera vez en mucho tiempo no miraba el suelo.
Como un miope exigía a sus ojos que miraran hacia arriba, hacia su frente. Crecía la protuberancia, al mismo tiempo que crecía en Leopoldo una sensación de liberación.  
Llegó a la oficina. Como todos los días era el primero, sin contar a la  señora de la limpieza, que siguió limpiando sin contestarle el saludo. Se sentó en su silla después de sacarse y colgar su saco gris. Guardó los clips enganchados uno con otro, formando una cadena como de dos metros, que algún gracioso había dejado en su escritorio. No pudo  quedarse sentado y fue al baño. Cuando se miró en el espejo, el corazón le dio un vuelco y tuvo que apoyarse en la pared. La protuberancia ya tenía unos cinco centímetros y forma de cuerno. A medida que crecía su cuerno se hacía más hermoso. Cada movimiento de vida hacia fuera de la frente, era un alivio hacia adentro de su cabeza y una excitación en todo su cuerpo. Los anillos que modelaban el cuerno, tenían un color rojizo y un brillo idéntico al de los ojos de Leopoldo.  Levantó la cabeza con orgullo y las crines le tocaron las mejillas. Ya se escuchaban voces en la oficina. Cuando salió del baño sintió la mirada de admiración de Diego el cadete y Mario el tesorero y llegó a escuchar: Leopoldo, qué maravilla.
Leopoldo siguió caminando con su espalda erguida y sus piernas musculosas. El reflejo de una lámpara inglesa hizo refulgir el cuerno. La recepcionista le sonrió y en el ascensor la secretaria del gerente le pellizcó la cola. Antes de salir a la calle la señora de la limpieza lo saludó, llamándolo Leo. Leo había decidido no trabajar y sabía que nadie se lo reprocharía. 
A la gente le brillaba el sol en la cara. A Leo en la cara le brillaba el cuerno, que ya había dejado de crecer y tenía una longitud considerable. Todos querían saber como había salido y opinaban que tenía la medida exacta para mantener la cabeza erguida y el color ideal para resaltar los rasgos de la cara.
 Volvió a su casa dispuesto a llamar a Susana,  ahora sí la invitaría a salir.  Le suspiró el pecho. Se miró en el espejo del ascensor, sacudió la cabeza para todos lados y admiró su cuerno. Se sentía un corcel joven, listo para conquistar el mundo. Comió algo y se acostó.  Con cuidado acomodó su cuerno en la almohada y se durmió.
A la mañana se levantó temblando, no quiso tocar su frente. Temió lo peor y con ansiedad se miró en el espejo. Respiró aliviado, su cuerno estaba ahí, espléndido como el día anterior. Una sonrisa quedó en el espejo. Se bañó, se vistió y salió.
Bajó por las escaleras, silbando. En la planta baja hizo unos pasitos de baile y se arregló el saco color salmón, ese que nunca se animaba a usar. En la puerta se encontró con el portero, que lo estaba esperando para mostrarle con orgullo, el cuerno que le había salido en el medio de la frente. A Leo se le atragantó el silbido. Cuando llegó a la esquina su vecino del segundo no cruzó cuando lo vio y también le mostró su cuerno. Todo el mundo tenía un cuerno, largo,  hermoso y de color cobrizo en la mitad de la frente.
Leopoldo sintió de  golpe que el suyo le molestaba. Su peso le tiró la cara hacia abajo y sus ojos de nuevo miraron al suelo. Subió al colectivo y viajó apretado con la misma gente desconocida con cuerno, de todos los días.      

No hay comentarios:

Publicar un comentario