27 de noviembre de 2010

Las crónicas de Bonifacio

Pintura: París a través de la ventana de Marc Chagall 














El contraste, entre el lenguaje de las cartas de Bonifacio de octubre y su comportamiento de julio, difícilmente podría ser más marcado. Empezaron siendo entusiastas, con detalles minuciosos, de la vida en las calles de la ciudad que había elegido para su exilio forzoso. Luego se convirtieron en incoherentes reflexiones. Las palabras se fueron transformando. No formaban una oración, estaban sueltas, como bailando sobre la hoja. Como si quisieran salirse e ir a otro lugar. Muchas veces no entendía el significado y me imaginaba que estaba más o menos contento, según como las acomodaba. Todas apretadas en una esquina o todas desparramadas. Las últimas cartas, llegaban en sobres con una letra totalmente distinta, totalmente inexpresiva.
No me acostumbraba a su ausencia y me preocupaba su cambio, así que apenas pude viajé a verlo. Fue difícil llegar hasta donde vivía. Era un departamento grande y antiguo. Una radio gritaba música celta. Siempre la escuchaba cuando estaba muy triste. En el lugar, los papeles tapizaban en desorden el piso y los sillones. El estaba con su cabeza casi apoyada sobre el escritorio, con sus manos hundidas en una mata de cartas. Levantó la mirada, no dijo nada. La barba espesa tapaba su expresión. No podía creer que no me reconociera. No podía imaginarlo en esa situación. De golpe se levantó. Sentí el pecho aprisionado, la respiración entrecortada, pero en esos momentos de confusión, tan propicios para el ataque de llanto, escuché su voz: casi no veo, sé que estás ahí, por favor acercate, por favor abrazame. Después, el llanto calmo  fue compartido.
La casera del departamento me contó luego, en su extraño español, los detalles de su ceguera y su obsesión por seguir escribiendo. Ella enviaba sus cartas y preparaba los sobres.  Entonces decidí quedarme con él.
Con mi ayuda su vida fue mejorando, a la par que desmejoraba su vista. Lo único que sabía hacer era escribir. Había estado en muchos lugares, y sus crónicas eran inmejorables. Quería terminar la última y para eso iba a recurrir a su memoria. El frío llegó y cubiertos con frazadas, nos quedábamos hasta muy tarde despiertos. El me dictaba y yo escribía. Ya casi habíamos terminado, cuando vi de nuevo al Bonifacio que amé. Su lugar ya no estaba en esa ciudad que quiso tanto. Esa que lo recibió, sin hacerle preguntas. El la cuestionó muchas veces, pero solo porque añoraba demasiado a la suya.
Al terminar el crudo invierno, decidió volver a su patria. A pesar que mucho del trabajo estaba hecho y casi nada me quedaba por hacer, iría tras él. En esa última noche en París, recordamos cuando nos conocimos, veníamos de países distintos, pero con las mismas historias de conquistas y opresiones.
Siempre pensó que la luz de las revoluciones podría iluminar las conciencias. Por eso con su humor ácido de siempre, renacido a través de las tinieblas me dijo: Solo la luz es fundamental para vivir.

20 de noviembre de 2010

Marumba

Dibujo: Jugadores de Giuseppe Montanari
Como la crisálida con su nombre, camina a ciegas por las calles de Libreville. La ciudad, ahora libre de franceses blancos pero esclava de dictadores negros, le sofoca la vida. Sus pasos empiezan a apurarlo. Marumba corre, las gotas de transpiración bajan por sus sienes. Lo zarandean los vientos tempestuosos de la decisión profunda. Se agita y para. Respira el olor del Atlántico. Y mira. La última mirada ya sueña el regreso. Y ve. A la madre lavando en el río, muriendo en el lavado. Viviendo con su alegría, muriendo con su partida. Ella duda de un país de blancos. El volará de Gabón a la Argentina. Las fotos de Buenos Aires le deslumbraron el corazón y los años le pasaron para seguir jugando en el Wongosport. Su madre podrá dejar de lavar y el la vendrá a buscar.
Marumba se recuerda jugando descalzo en un claro de la selva. Su madre lo acompañaba. Era difícil jugar con ella, pero divertido. Armaba el arco casi pegado a su grueso cuerpo. Sólo diez centímetros quedaban de cada lado. Marumba, flaco movedizo, se le escurría por los costados y le hacía cientos de goles y miles de cosquillas. Ahí comenzó su amor por el fútbol.
Antes de irse, Marumba  le cuenta que el Atlántico llega a la Argentina. Su madre le dice que cada gota de agua que lo bese en ese lejano país, será una que ella soplará aquí.
Marumba encuentra otros mares en Argentina. Y ríos.  Hay uno cerca de la cancha de su nuevo equipo. Aprende enseguida a pronunciar Riachuelo. Entre concentraciones y partidos, sus ojos se llenan de casas de chapas, de botes rotos cruzando el río de agua negra, de mujeres niñas con niños en sus brazos. Mientras en sus cartas  le disfraza la realidad a su madre, en el centro de la ciudad le piden sacarse fotos con él, como si fuera una mascota exótica. Comprende la identidad universal y sin colores de la pobreza y de la discriminación.
Marumba se adapta rápido al estilo del fútbol argentino y hace goles en su nuevo club. Los hinchas lo aman. Él no entiende del todo sus cantitos, pero le contagian la alegría. Se ha convertido en la figura principal. Ha impuesto en cada partido una suerte de hacka. Pero no al inicio, sino en el comienzo del segundo tiempo. La música tribal vuelve a su cuerpo, lo posee, y son sus cinco minutos de encontrarse con Gabón. Sus compañeros lo rodean y aplauden en silencio. Luego Marumba juega con los recuerdos y los goles son cosquillas que manda por correo a su madre.
Este domingo es especial. Han hecho una buena campaña y si ganan serán campeones. Como siempre, Marumba habla poco y mira mucho. Hoy también es especial para él, por eso mira el suelo.
La hinchada se está poniendo nerviosa. Empatan cero a cero. Ninguna pelota llega a Marumba. Ninguna es peleada por él. Cuando faltan dos minutos para terminar, Damiani le pone una pelota en los pies. Se escucha el silencio en la tribuna, el murmullo de los trapos rozándose. Luego, la explosión del grito contenido  y el aliento, vuelven con fervor.
Ubicado en el área chica, levanta los ojos. El parante superior del arco le sonríe con la sonrisa grande de su madre. Los brazos de los costados se desprenden de la tierra.  Se estiran  hacia él y casi le acarician la cara.
Y Marumba vuelve a ser la Marumba, mariposa grande que vuela hacia Gabón, hacia los abrazos cálidos. Gambetea al viento y corre hacia el arco con su cuerpo en flecos, con sus pedazos  de aquí y de allá, con sus negros y sus blancos. Lo para la red y ahí se queda.
Su compañero lo arrastra fuera del arco. Ha aprendido algo de francés y le habla. Marumba, con toda el agua del Atlántico Riachuelo en la cara, le cuenta  que ya jamás podrá traer a su madre. Ha muerto en el río.
Los gritos de aliento de la hinchada, hace rato que se convirtieron en aullidos de  bronca.
La pelota impasible, ajena, quedó atrás, en el mismo lugar donde la puso Damiani, a dos metros del arco.

Villa Crespo

Mural en Villa Crespo - Acevedo al 500

En las copas de los árboles, mágicas risas de niños.
El sol sobre la plaza triangular. La plaza de las murgas y el teatro y el cine. La del canil, la canchita de fútbol,  los juegos. Una plaza sin rejas, gracias a la garra y el cuidado de los vecinos. Enfrente de la plaza, la escuela. El Guernica en el frente de la escuela. La cultura y la educación en la calle principal. Y para algunos la educación principal en la calle.
Calles de vecinas en las puertas. De puertas abiertas a zaguanes en penumbras. Recuerdos de amores de otros tiempos. Y de perdones a destiempo. Ventanas al corazón. El aire con aroma a fatay, pilaf, gefilte fish, y asado y pastas y paella. La luna y sus suspiros.
Juegos de la infancia en la casa natal de Juan Gelman, que “habla y deshabla con el hijito que el otoño desprendió”. La luna y sus puñales.
En el encuentro de las dos avenidas, la buena suerte con Pugliese Pugliese Pugliese. El clavel rojo sobre el piano. El ronroneo del subte debajo de los pies. Las piruetas en la vereda al compás de la Yumba.
La noche con luces en los ojos. Las sombras detrás de las estrellas. Miles de animales sangrantes en los cueros y las pieles de Murillo. Y miles de niños sin abrigo.
Juntos, los ángeles y los demonios del cristo de las manos rotas. Y la soledad de Adán Buenosayres, perdida en los bares de la zona. En alguna mesa, el ruso, el árabe, el turco y el armenio. Con ellos el abrazo solidario de sus pueblos enfrentados. En otra mesa Celedonio Flores “rechiflao en su tristeza”. Y  mano a mano “el gato con el mísero ratón”.
Enfrente de la confitería Imperio las ilusiones traicionadas o no, en el local del partido antiimperio.
Las voces olvidadas del conventillo de la paloma. El grito ahogado del Maldonado. Desde la cancha, el murmullo de los trapos al viento. Y el sonido grave del gol.
En el centro de la ciudad, mi barrio. El de las mágicas risas de niños en las copas de los árboles

La 24 de setiembre

Plaza 24 de setiembre - Apolinario Figueroa y Rojas - Villa Crespo
Definitivamente soy la más linda del barrio, un poco rara quizá. Me dicen la veinticuatro y soy triangular. Una avenida y dos calles me rodean. En la vereda de una de las calles está el Ferreyra, viejo colegio con paredones adornados con murales. Desde ahí, el Guernica que pintaron los alumnos del Bellas Artes, me recuerda el horror de la guerra. En la avenida los autos ensordecen a los distraídos con bocinas y frenadas. Mi cuerpo de cien años tiene muchos implantes y cinco de ellos casi nacieron conmigo: un sauce que sigue extrañando al río, dos ceibos que creen que su flor es internacional, un alerce que se enamoró de la ciudad y un paraíso inmenso que en su copa, alberga las voces de las murgas del verano, el teatro callejero y una gran convención de loros. Hay pocas flores, pero no me molesta. Prefiero a los chicos jugando a la pelota o a los perros escarbándome la tierra.
Todos me quieren y me visitan en algún momento. Me charlan, me suspiran, me juegan y me ríen. Aquí las diferencias se juntan, se achican, las alegrías se comparten  y a veces las penas se sientan en algún banco. Como las de Sara, que le saltan por la piel cuando se abraza la cabeza y llora sin llorar.  Siempre venía abrazada con su noviecito, que la arrastraba a un banco y la llenaba de caricias y de besos ante las enrojecidas caras de las señoras mayores. Ahora se la ve muy frágil con el libro que nunca lee ajado en sus manos. Mario aprovecha que se le cae una ficha de ajedrez para charlar con ella. La escucha mientras Sara llora, luego habla él y a Sara se le dibuja una sonrisa. Cuando Sara se va Mario se queda pensando, quizá en su única hija que se fue lejos.  Él vive solo, aunque ahora está siempre conmigo. A veces cuando no juega al ajedrez, se da una vuelta por la canchita de fútbol. Ahí hace unos pases con los chicos y se pelea de mentiras con Gonzalito, el gurrumín que adoptó como a su nieto.
 Nadie sabe el nombre de Gonzalito. Un día llegó y dijo: me llamo González y quiero jugar. Los ojos negros, la cara paspada, las manos chiquitas con callos y el carro lleno de cartones, sin caballo, estacionado en el triángulo, no dejaron dudas sobre Gonzalito. Sus pares, niños de barrio de clase media, malvados inocentes, se rieron y lo echaron a piedrazos. Pero Gonzalito volvía e insistía. Un día se puso a gambetear y nadie lo pudo parar. Desde ese día fue nuestro jugador estrella y es una estrella perdida cuando patea la pelota con tanta fuerza, que cruza la calle y cae en el jardín cuidado de Estela.
Estela es de cuidado. Cincuenta y tres años y treinta de soledad elegida la arrugaron por dentro.  No tiene arrugas en la cara y no tiene porqué,  jamás se ríe. Sus gritos espantan a las palomas que a veces aparecen muertas enfrente de su puerta. Los chicos del barrio le tiran la pelota, los perros le cagan la vereda, las vecinas le dejan la basura. Pobre Estela, el mundo está en contra de ella. Estela jamás mira a los ojos,  sólo mira pasar  la vida. Y como tantas veces,  devuelve la pelota acuchillada.
Marisa que siempre hace noche en algún lugar del barrio, la levanta con asombro y vergüenza. Marisa que no habla mucho, les dice a los chicos: está muy lastimada. Ellos siempre le hacen burlas, pero esta vez se quedan callados. Marisa también tiene cincuenta y tres años de  edad y de soledad no elegida. Descuelga su mochila sucia y empieza a revolver entre los pedazos de vida rota que lleva a cuestas. Saca una matraca, un bonete, un gato de peluche que le salta al cuello, una latita con botones de colores, agujas, hilos y algunos trapos. Se sienta en el suelo y mientras el gato de peluche  juega con su pelo anudado, saca todo el papel de diario guardado en sus zapatos. Con las manos junta hojas del piso, las envuelve en el papel de diario y las mete adentro de la pelota. De a uno, despacito, como despidiéndolos, guarda también todos sus trapos. Luego cose los tajos y les pone botones de distinto color. Algunos botones brillan como los ojos de los chicos. Marisa le hace una seña a Gonzalito y le devuelve la pelota. Quedó tan linda que no la quieren patear. Entonces todos se sientan en la canchita en círculo. Gonzalito saca su sándwich, lo reparte en siete pedazos y el primero se lo da a Marisa. Cuando terminan de comer, juegan con ella al distraído.
La pelota vuela con las risas, roza la copa del paraíso y los loros revolotean las hojas, mientras en bandada se exilian en otro árbol. El viento que no se animaba a suspirar, sacude los trajes murgueros que practican para el carnaval. Un niñito se quiere subir al monumento a la madre para mirar como toma la teta el bebé de cemento. El paseador de perros intenta separar al beagle enamorado de la  boxer. Los jubilados van y vienen del pasado. Sin detenerse, los indiferentes me cruzan por la diagonal hasta la avenida.
Y mi vida hace nido en las vidas de cada uno.

Melina, enamorada del mundo

Foto de mi abuela Melina Piccito
Texto ganador del tercer premio en el concurso de Metrovías "Relatos de inmigrantes" el 12/05/2010

Una casa con las habitaciones alrededor de un patio, me devuelve siempre parte del pasado.  Y veo  la casa inmensa de la abuela Melina. Tenía siete habitaciones de un lado y más de una ocupada por quien necesitara asilo.
Sara vivía ahí y nadie recordaba desde cuando. Había trabajado con la abuela en la fábrica textil y cuando la echaron no tuvo donde ir. No quiso volver a su casa; la abuela la había convencido para que dejara al marido golpeador. Desde entonces, Sara  planchaba camisas para las señoras pudientes del barrio y ayudaba a la abuela.
Del otro lado estaba la cocina y el comedor. La pajarera en el centro del patio era lo único que recordaba al segundo marido de la abuela. El hombre criaba palomas. A la abuela no le gustaban mucho las palomas; tampoco le gustaba verlas encerradas y un día las hizo escapar. Dicen que cocinó algunas y acompañó la polenta del día. No sé si fue cierto, pero de ahí en más la puerta de la pajarera quedó abierta.
Recuerdo los pájaros volando sobre la jaula vacía, el sol coqueteando con los gatos tirados panza arriba, mariposas despistando a las flores, el olor de la comida casera perfumando la ropa y la memoria.
En las paredes, la enamorada se desprendía del muro y seducía a las nubes. El cielo estaba  sobre el patio de la abuela. Y el patio de la abuela estaba  sobre el mundo.
Siempre pensé el patio del color celeste de las glicinas, acompañando mi adolescencia. Yo era adulta cuando la abuela Melina me contó, que nunca hubo glicinas en la casa grande. Las había en las historias que me contaba de su Ragusa natal, pero las de allá eran blancas con los bordes rosas. ¿Será por eso que no recuerdo el olor y  las veo en el color que conozco?
Al final del patio, un pequeño jardín se continuaba por detrás de la casa con una parra, que seguía hasta el fondo y se confundía con los árboles frutales. Hasta hoy, el gusto de los higos de la abuela Melina acaricia mi boca. Debajo de la higuera me cantaba canzonetas en siciliano, cuando yo aún era una niña. Y  me entusiasmaba con la revolución socialista, cuando era adolescente. Las canciones hablaban de su tierra. Había una que contaba que todas las penas se curaban con la risa. Y la abuela me obligaba a reír. Que te arrugues por la risa y no por la amargura, me decía.
La higuera de la abuela no sólo tenía higos. Durante el día Rosa jugaba en las ramas más altas. Rosa era una mona carayá que nos bombardeaba con higos maduros y se comía los mejores. Mi abuela  la amaba tanto como a la Luxemburgo, de la que había tomado prestado el nombre. Se la dejó un anarquista escapado de Formosa, que se la robó al capanga de la empresa forestal, donde trabajaba como peón. El hombre duro y curtido, no pudo soportar el maltrato que le daba. El capataz había matado a la madre de Rosa en una excursión de caza y le había regalado el bebé a sus hijos, para que tuvieran un juguete viviente. Años más tarde, el salvador de la mona, se vengaría también del maltrato a sus compañeros. Pero esa es otra historia.
La abuela Melina le dio asilo y cuando el amigo se fue, no pudo llevarse a Rosa; no había lugar para ella en el camino de un fugitivo. A Rosa la mataron las “fuerzas de seguridad” en el cincuenta y seis, cuando entraron a llevarse a la abuela Melina por comunista. Se ve que sabían que la abuela, que ya tenía setenta años, era del tipo de comunistas que no apoyaba a la Libertadora. Rosa, haciendo honor a su especie de mona aulladora, despertó a todos los vecinos. La abuela pudo escapar. Rosa no. Los chillidos enloquecieron al que le tiró y la mató. Esa, también es otra historia.
Todos los domingos nos reuníamos en la casa grande. Era el único día que la abuela no se encontraba con sus compañeros, no tenía reuniones, no preparaba carteles. Ya estaba casada con Pietro, su tercer marido. Había sido su amigo de la infancia y lo encontró en Sicilia cuando ella se fue en el cuarenta y tres, a luchar en contra de Mussolini. Pietro sabía que nos gustaba el asado a la aryentina, que él preparaba con el mismo amor que sentía por la abuela. Pero la abuela siempre mandaba. Y los domingos se debía comer la pastacciutta. Pietro estaba al lado del fuego preparando el asado, cuando la abuela Melina se lo apagó. Sostenía en sus manos un balde con agua.  Y Pietro en la suya un vaso con vino garnacha. Ante nuestro asombro, los dos se rieron a carcajadas. La abuela le dio un beso y repitió: los domingos se come pasta y la mesa está lista per mangiare.
Mientras todos nos acercábamos a la mesa, la abuela Melina llenó su mano con agua del balde y se mojó la cara. Tenía la costumbre de salpicarse la cara con agua. Cada  vez que lo hacía refrescaba sus catorce años, cuando llegó a la Argentina. En el barco salía a la cubierta. Ahí, en puntas de pies, agarrada de la baranda, esperaba que las gotas saladas saltaran del mar y le mojaran la cara.
  

La araña enamorada


Foto tomada en Iguazú por el fotógrafo Abel Jorge
http://www.flickr.com/photos/abeljorge

La araña estaba acongojada y se acurrucó en un rincón oscuro del galpón donde vivía.  Por suerte la última camada de hijos había escapado en busca de mosquitos. Sólo esperaba que no apareciera ningún araño a querer morir bajo sus patas. Hasta esa mala suerte le tocó en el reparto de clases de araña; era de las que no podía disfrutar, las que mataban después del orgasmo. Y para agregarle más desdicha a su vida, cada dos por tres aparecía algún tonto con poca suerte con las hembras o le faltaba alguna pata o un ojo y se quería suicidar. Entonces la buscaba a ella; que mejor morir después del momento mágico del sexo.
Copular y no disfrutar el después. Justo a ella que se había convertido en una mimosa. A veces se asomaba por la ventana y miraba a los gatos. La asustaban un poco sus alaridos, pero después, cuantos mimos, cuantos ronroneos. Eso quería, quedarse con las patas del araño rozándole las suyas, abrazadas en un grito de placer. Pero eso jamás iba a pasar. Su poder de exterminio estaba escrito genéticamente, y cuando el araño empezaba a disfrutar del momento sublime, ya estaba muerto y digerido. También le hubiese gustado un compañero por más tiempo. Caminar juntos por el galpón tomados de las patas, que la ayudara con el bordado de la tela y enseñar a sus hijos a tener cuidado con los depredadores más grandes: los pies de los hombres y los gritos histéricos de las mujeres.
Ya lo había decidido, ella no podía vivir sin copular y matar, pero podía suicidarse. Afuera había un mar inmenso y mucha luz; araña de oscuridad no soportaba el sol. Una vez intentó salir y casi se le achicharra una pata.
Esa noche se trepó por el parante de una sombrilla de la playa. A la mañana siguiente muy temprano escuchó voces. Sintió un mareo envolvente y un golpe seco la tiró a la arena. Quedó patas para arriba bajo los rayos del sol y se quedó quieta esperando calcinarse. Alguien suavemente la empujó hacia la sombra. Se dio vuelta y quedó frente  a unos ojos inmensos que la miraban arrobados. Era un araño muy grande y con las patas distintas a las suyas. Vio que él se ponía colorado, bajaba los ojos y daba unos pasos para el costado y luego para atrás. Fue amor a primera vista, como todos los grandes amores. El estiró su pata y suavemente le acarició la cabeza. Ella estaba sorprendida. Los araños de la luz eran tan grandes, tan dulces, tan hermosos.
El juego de seducción previo, en la arena bajo la sombrilla, duró horas. Cuando ella en la danza erótica se resbalaba hacia el sol, él la traía suavemente hacia su pecho. Cuando llegó el momento esperado, ella se puso a llorar. Ahora no quería morir y tampoco matar a su amor. Con los pelos de la cara empapados de lágrimas, ella le explicó la  clase de araña que era. El le habló de su fortaleza, de su caparazón protector y además no le importaba morir si ella era feliz. Los dos se dejaron llevar por la pasión. La araña tuvo tantos orgasmos como patas tenía y luego lo mordió no pudiendo evitar el instinto heredado, pero se quedó tranquila. El caparazón de su amor era muy duro.
Cuando él le iba a confesar que en realidad era un cangrejo, sintió un pinchazo en el cuello. El dolor le hizo estirar las patas y una de sus pinzas aprisionó la cabeza de la araña. Murieron enseguida. Sus bocas parecían sonreír.
Durante la noche, la luna iluminó los cuerpos abrazados de la araña y el cangrejo. Pronto ordenaría a la marea sepultarlos. Las leyes de la naturaleza son inquebrantables, pensó. Desde el romance de la yegua y el burro, la luna se había vuelto muy conservadora.      

13 de noviembre de 2010

El graznido de un pato

Pintura: Quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos de Ricardo Carpani

Se despertó con el graznido de un pato. Imaginó que estaba dentro de alguno de esos sueños que lo perseguían. Pero cuando abrió los ojos, vio al pato que lo miraba con ojos de pato, desde la ventana de la habitación.
Odiaba  a los patos. A los patos las vacas los perros y a todo el reino animal. Por eso se fue de la granja en donde había nacido. Por eso se hizo verdulero y vegetariano y por eso se fue a Londres. No soportaba el olor a carne de los argentinos. Y suponía que no encontraría ninguno en ese país, tan poco afín a los gustos de sus compatriotas. No le importaba la fama de piratas de los ingleses, el robo de las islas, el gol de la mano de Dios, George Orwell o Los Beatles. Sabía que los ingleses adoraban a los perros, pero los tenían tan limpios que olían a almendras.
Amaba  Londres, porque no olía a carne, aunque a veces le molestara el tufillo a pescado de las industrias al lado del Támesis. Le encantó el olor de las cebollas que flotaba sobre la piel de los polacos, el de la canela en los ojos y en el pelo de los de Ceylan y el de cardamomo en las manos movedizas de las guatemaltecas.
Se sentó en la cama y empezó a gesticular y gritar para ahuyentar al pato, que lo seguía mirando con esos espantosos ojos de pato. No tuvo suerte. Furioso manoteó un zapato y se lo tiró. El zapato voló por la ventana, el pato no. Se maldijo por la puntería. Se levantó para agarrarlo del pescuezo y tropezó con la pava que todas las noches dejaba llena y a mano para regar sus plantas. Había conseguido un trabajo en la verdulería de un indio al que apreciaba porque olía a nuez moscada. De ahí, se llevaba todos los días una ramita distinta que plantaba  y cuidaba. La habitación que alquiló en un viejo edificio cerca de Hyde Park, hacía de cocina comedor y dormitorio. Y ahí en el dormitorio, al lado de la cama, tenía cientos de macetas con distintas  verduras. Olió la tristeza de una albahaca y le roció las hojas con agua. Las guías trepadoras del zapallito se habían enroscado en la lámpara de la mesita de luz y las flores amarillas del pepino casi acariciaban al techo.
En el dormitorio flotaba un desagradable olor a humedad, debido al microclima formado por las plantas. Y este se hacía insoportable cuando se mezclaba con el aroma de las fresias, dejadas por la mujer que intentaba limpiar su dormitorio.
Cuando se dirigió a la ventana para asesinar al pato, se dio cuenta de que una garza picoteaba una planta de puerro, un colibrí aleteaba sobre las flores del zapallo y una lechuza lo miraba de reojo, con media lombriz fuera del pico.
Un pelícano le regurgitó una anchoa en la cara y una ardilla se trepó por el tutor de una planta de  tomate, mientras un conejo se entretenía en desgranar habas.
Su cuerpo se sacudió de ira desde las plantas de los pies.
Los ojos desolados de las papas pedían ayuda. Quiso salvar a unos cebollines, pero un cisne se los sacó de las manos.
Por primera vez, lloró en Londres.

6 de noviembre de 2010

Reto

Pintura: El grito de Eduard Munch

Hace frío y su boca escupe letras de humo. Letras de humo hirviendo que se meten por los ojos y se escapan de los oídos y suben por encima de su  cabeza de hidra que ensordece por su propia voz que se enrosca en el cuello crispado y se desenrosca y se enfría y se congela en un collar de letras que se achica y se achica y se hace una gargantilla cada vez más cerrada que asfixia al cuello y cierra la boca.
Y el alivio vuelve a la cara de la niña  que escuchaba y las letras congeladas del collar gargantilla salpicadas de rojo, se vuelven mariposas que vuelan palabras tibias y acarician los oídos tiernos de la niña que sonríe y se va saltando en un pie.

Pelusa

Los gritos de la tribuna le arañaron la cara. Instintivamente se tiró hacia atrás. Giró la cabeza y buscó a algún compañero. Lo encontró en un guiño cómplice, entonces respiró profundamente y siguió caminando. Los gritos se convirtieron en susurros.
Tenía el pelo trenzado, pero igual sacudió la cabeza para acomodarlo. Pelusa se supo diferente.
Pensó que el clima estaba raro, sintió calor en las sienes y frío en las manos. Le subían y bajaban burbujas, desde la garganta hasta la boca del estomago.
Miró la inmensidad de la cancha, y se perdió en los recuerdos. La voz de su padre le recorrió el cuerpo y se le metió por los ojos. Lo vio enseñándole a jugar, mientras le leía la lección del colegio. Su padre peronista, convertido al socialismo, le repetía: alpargatas sí, libros también; fútbol sí, libros también.
Recordó que en esa época empezó a leer a Soriano. No habrá más penas con el fútbol, ni olvido con los libros.
Muchos años después, comprendió que lo amaba por compartir el equipo de sus desvelos. Qué ironía, dos ateos eligiendo un cuadro santo.
El sonido del silbato, le devolvió el presente.
Levantó los ojos y miró con regocijo los trapos que cobijaban a la hinchada. Esos colores compañeros, que bailaban pegados a los cuerpos. Esos que iban a todas partes y nunca se quejaban.
Otra vez debía dar examen.
Otra vez los insultos prejuzgaron.
Otra vez el capitán sonrió.
Otra vez todos los hombres dudaron.
Pelusa se mostró de nuevo. Se ajustó los cordones de los botines.
Se levantó las medias con descuido y se acomodó el pantalón con cuidado.
Pelusa, la única mina que jugó en un equipo de fútbol masculino, se supo realmente diferente.
Pelusa, que había empezado a jugar a los diez  años, con los chicos del barrio.
Pelusa, que había empezado a jugar de número nueve, porque le gustaba el morocho de rasgos aindiados que jugaba de diez.
Pelusa, clavó los tapones en el césped, se plantó delante del compañero y con un grito le ordenó: "¡pasámela!".


3 de noviembre de 2010

Mi río

Recorrió casi todo el mundo buscando un lugar y encontró que todos podían serlo. De los paisajes de su tierra se había llevado los olores, que dormitaban en su regazo. A veces despertaban en su cama y otras en cualquier lugar. El olor a pimentón en el algún mercado de Estambul le mostró su cerro de los siete colores. A sus lagos de La Patagonia, los veía cuando la lavanda de las farmacias de la calle de Los Mártires, perfumaba su ropa. Los jazmines de las florerías cercanas a El Rastro, le mojaban la cara con las aguas del Iguazú. Así fue pasando su vida, contenta en donde estuviera, porque siempre encontraba algún aroma salvador.
Hasta que un día olió a glicinas, en una casa allá por Huerta Perdida en el Cercado de Lima y anhelante esperó, pero no vio nada. Algo andaba muy mal. ¡Justo las glicinas que habían acompañado su infancia!
A los dos días caminaba por las calles de Buenos Aires. La ciudad le tiró sus fragancias y al paso reconoció a casi todas, las nuevas eran pocas y extrañas. Que raro pensó, que no se le  apareciera el mundo recorrido, pero quizás al revés tenía más sentido. Debía buscar glicinas y sabía donde.
Al día siguiente muy temprano viajaba en la lancha colectiva. Cuando empezó a recorrer el río Luján, cerró los ojos. El Paraná de Las Palmas, siempre agitado la zamarreó con bronca. Recién en la desembocadura del Miní los abrió, y ahí bajó. Sólo se escuchaba el ruido del motor alejándose.
Su casa estaba totalmente abandonada y los tártagos no llegaban a cubrir la mitad de la escalera. Las glicinas ya no estaban. Miró a su izquierda. El camino al arroyo seguía igual. Como si alguien la empujara suavemente empezó a caminar. Se llenó de  murmullos, las hojas protestaban al ser pisadas. Los álamos en hilera se saludaban gentilmente, y canturreaban bajito cada vez que el viento los incitaba. A veinte metros se presentía otro cielo. Los olores empezaron a aparecer, los eucaliptos se impusieron a los demás. Cuando llegó al final de la arboleda, el río manso le inundó los ojos. Se arrodilló sobre la orilla y lo olió profundamente, tanto que una gotita hizo equilibrio en la punta de su nariz.
 Empezó a reírse, ahora entendía. Se había olvidado de llevarse estos olores. Se sentó y con los pies en el agua empezó a hacer jueguitos y figuras, como cuando era chica.
La canción del viento ya no se escuchaba y los árboles olvidaron su cadencia. Dejó los pies quietos, pero el agua los seguía moviendo, golpeaba sus rodillas y salpicaba su cara. Se paró de un salto. ¿El río crecía? Se acordó de las inundaciones y comenzó a temblar.
De golpe, otra vez lo vio tranquilo. El sol sonreía desde la superficie. Los sauces le acariciaron la cara y luego siguieron con esa costumbre reverente de mirarse en el espejo. Se sintió en paz. De espaldas al río, estiró los brazos bien altos y queriendo abrazarse al paisaje gritó: “ahora sí me los llevo conmigo”.
Cuando quiso darse vuelta,  el río se levantó sobre la orilla como una gran ola en el mar y se paró enfurecido más arriba de su cabeza. Con una última delicadeza, la envolvió suavemente y se la llevó con él.
De nuevo, esa hermandad de calma y susurros lo cubrió todo. El sol pertinaz seguía sonriendo desde la superficie del río manso.

Defensor

                                           Mural en el colegio San Idelfonso
                                           México DF
Las uñas esmaltadas resplandecían en las manos cuidadas, libres de alianza. Se arregló el siempre acomodado nudo de la corbata, en combinación con el pañuelo que sobresalía del bolsillo del saco. La camisa color cremita de hilado egipcio, también hacía juego con el resto del traje, propicio para la estación. Su pelo entrecano estaba cortado prolijamente desparejo. Las arrugas en las comisuras de los labios, no respetaban la crema que el doctor Martín Rodriguez Blanco todas las noches pasaba por su cara.
Buscó el espejo que todavía no habían colocado en su nuevo estudio. Sus mandíbulas se endurecieron en una mueca de disgusto, que contradijo por un segundo el resto de su cara tan ficticiamente bronceada. El doctor Martín Rodriguez Blanco no toleraba descuidos. Por suerte conocía su cuerpo a la perfección. Aprovechó el reflejo en la lámpara inglesa del escritorio y practicó su sonrisa seductora. Acomodó la foto de su última cacería de jabalíes, mientras desde otra su padre con los socios fundadores del estudio, lo miraban con reprobación. La dio vuelta de un puñetazo y la fina pulserita de oro de su muñeca derecha, voló por el aire. Quedó justo arriba del ejemplar de Padre rico, padre pobre.
Sacó el celular y le confirmó la reserva de la cena a su última adquisición. La mirada ganadora de sus lascivos ojos verdes, vaticinó una noche tumultuosa.
Tomó las llaves de su auto último modelo y guardó en su maletín de carpincho, el escrito tipeado por su secretaria primer modelo.  
La audiencia iba a ser difícil, esos ignotos abogados dominados por su conciencia y sus principios irían con la chusma, amiga de la supuesta violada.
El doctor Martín Rodriguez Blanco pensó en las palabras que diría a los medios: “Todos tienen derecho a una defensa”.
Se sintió intelectualmente soberbio y justo.

Definiciones

Vacío de soja: comida argentina impuesta por los amantes del campo y las chicas que hacían dieta. De todas maneras la soja no llenó las panzas. Las panzas siguieron vacías e hicieron ruido, hasta el gran ruido final que dio origen a nuestra civilización.

Vacío: Denominación que se daba un manjar argentino de la antigüedad. En realidad era un relleno de carne.  En las primeras épocas los habitantes de la Argentina después de comer decían: Tengo la panza llena de vacío. Después dijeron: tengo la panza vacía. Se dejó de comer después de la última rebelión de vacas y una de las tantas caídas de Wall Street.
Fue reemplazado por el vacío de soja.
Véase: Vacío de Soja

Silenciador de vacío: Oficio de la post modernidad. Cuando los países del Norte vaciaban una zona, preferentemente asiática o del sur, requerían los servicios del silenciador de vacío. Este  terminaba el vaciado silenciando al vacío. Vacío se denominaba a la persona sobreviviente del vaciado.
Véase: vacío

Carta

                Pintura: La libertad guiando al pueblo de Eugène Delacroix
              
Buenos Aires, 24 de marzo de 2009

Querido Miguel:

                     Repasé tu letra abierta y desgarbada de chico de veintipico. Estaba ahí como siempre, viva en la dedicatoria de El principito, edición mil novecientos setenta. Y te imaginé escribiéndola con Galileo a los pies.  Mi hijo siempre pensó que era una de las tantas historias que le inventaba cuando era chico. A todo el que no te conocía, se le hacía difícil  creer que durante ocho años fuiste el lazarillo de tu perro. ¿Te acordás cuando lo encontramos tirado en una zanja? Tu cara se contrajo aún más cuando descubrimos que era ciego. No recuerdo bien tu comentario, pero seguramente habrá sido de comprensión. Habrás dicho: la gente tiene tantos problemas.   
Hace treinta y cinco años, discutíamos con pasión. Las palabras que de allí salían, anidaban en la fábrica, en la facultad y en el club donde vos nadabas. Las tuyas se perdieron dentro de mi cuerpo y se acomodaron en mis entrañas. Algunas se quedaron ahí para siempre, a ninguna la pudieron secuestrar. Todas te buscaron, aquí y allá. Y se hicieron de otros cuando las escupí llamándote.
Quise escribirte antes, pero no había nada resuelto, si es que esto se puede resolver. Me hubiese gustado verte reflejado en la carita de tu hijo y poder acariciarlo. Pero a él tampoco lo encontré. ¿Con qué derecho te apartaron de nosotros?
                     Fui a verte muchas veces. Te llevé mis fracasos, mis luchas y alegrías. Te presenté a mi amor, a mi hijo, a mis gatos. Te mostré la vejez digna de nuestros amigos y la indigna de los otros.
                     Y como tantas, he vuelto del pasado para vivir el resto del camino. Para seguir desanidando palabras entrañables. Para seguir buscándote, aunque estás aparecido en mis vísceras desde  aquel  veinticinco de julio de mil novecientos setenta y cinco.
             

Miguel Angel Milanese, secuestrado en la puerta de la Facultad de Agronomía de  La Plata el 25/07/1975, por fuerzas parapoliciales previas a la dictadura militar.

El cuerno

Leopoldo se despertó molesto. No recordaba lo que había soñado y sus sueños eran lo único excitante en su vida. Descalzo fue hasta el baño. Se apoyó con las dos manos en la pileta y levantó con desgano la cara. Se miró en el espejo, sus ojos estaban tan resignados como su vida. Quiso sacarse una pelusa pero era una pequeña protuberancia en la mitad de la frente, arriba del espacio entre las dos cejas. Desde los quince años que no le salían granos en la cara. Se vistió y se peinó.
Cuando salió de su casa, el portero siguió barriendo sin mirarlo. El día estaba gris y lloviznaba. En la esquina su vecino del segundo, cruzó la calle justo en el momento que él pasaba. Viajó apretado con la misma gente desconocida de todos los días. Una mezcla de dolor y ardor en el lugar donde había aparecido la protuberancia, lo asustó. Sentía la piel estirada y la frente a punto de estallar le entrecerró los ojos. Tanto que cuando bajó del colectivo, se llevó por delante a una mujer que lo apartó sin mirarlo.
Entró al bar al que concurría desde hacía veinticinco años. El mozo, sin decir una palabra le llevó el café. Leopoldo tampoco dijo nada. No quería tocar la protuberancia y por primera vez en mucho tiempo no miraba el suelo.
Como un miope exigía a sus ojos que miraran hacia arriba, hacia su frente. Crecía la protuberancia, al mismo tiempo que crecía en Leopoldo una sensación de liberación.  
Llegó a la oficina. Como todos los días era el primero, sin contar a la  señora de la limpieza, que siguió limpiando sin contestarle el saludo. Se sentó en su silla después de sacarse y colgar su saco gris. Guardó los clips enganchados uno con otro, formando una cadena como de dos metros, que algún gracioso había dejado en su escritorio. No pudo  quedarse sentado y fue al baño. Cuando se miró en el espejo, el corazón le dio un vuelco y tuvo que apoyarse en la pared. La protuberancia ya tenía unos cinco centímetros y forma de cuerno. A medida que crecía su cuerno se hacía más hermoso. Cada movimiento de vida hacia fuera de la frente, era un alivio hacia adentro de su cabeza y una excitación en todo su cuerpo. Los anillos que modelaban el cuerno, tenían un color rojizo y un brillo idéntico al de los ojos de Leopoldo.  Levantó la cabeza con orgullo y las crines le tocaron las mejillas. Ya se escuchaban voces en la oficina. Cuando salió del baño sintió la mirada de admiración de Diego el cadete y Mario el tesorero y llegó a escuchar: Leopoldo, qué maravilla.
Leopoldo siguió caminando con su espalda erguida y sus piernas musculosas. El reflejo de una lámpara inglesa hizo refulgir el cuerno. La recepcionista le sonrió y en el ascensor la secretaria del gerente le pellizcó la cola. Antes de salir a la calle la señora de la limpieza lo saludó, llamándolo Leo. Leo había decidido no trabajar y sabía que nadie se lo reprocharía. 
A la gente le brillaba el sol en la cara. A Leo en la cara le brillaba el cuerno, que ya había dejado de crecer y tenía una longitud considerable. Todos querían saber como había salido y opinaban que tenía la medida exacta para mantener la cabeza erguida y el color ideal para resaltar los rasgos de la cara.
 Volvió a su casa dispuesto a llamar a Susana,  ahora sí la invitaría a salir.  Le suspiró el pecho. Se miró en el espejo del ascensor, sacudió la cabeza para todos lados y admiró su cuerno. Se sentía un corcel joven, listo para conquistar el mundo. Comió algo y se acostó.  Con cuidado acomodó su cuerno en la almohada y se durmió.
A la mañana se levantó temblando, no quiso tocar su frente. Temió lo peor y con ansiedad se miró en el espejo. Respiró aliviado, su cuerno estaba ahí, espléndido como el día anterior. Una sonrisa quedó en el espejo. Se bañó, se vistió y salió.
Bajó por las escaleras, silbando. En la planta baja hizo unos pasitos de baile y se arregló el saco color salmón, ese que nunca se animaba a usar. En la puerta se encontró con el portero, que lo estaba esperando para mostrarle con orgullo, el cuerno que le había salido en el medio de la frente. A Leo se le atragantó el silbido. Cuando llegó a la esquina su vecino del segundo no cruzó cuando lo vio y también le mostró su cuerno. Todo el mundo tenía un cuerno, largo,  hermoso y de color cobrizo en la mitad de la frente.
Leopoldo sintió de  golpe que el suyo le molestaba. Su peso le tiró la cara hacia abajo y sus ojos de nuevo miraron al suelo. Subió al colectivo y viajó apretado con la misma gente desconocida con cuerno, de todos los días.      

Los que nos cuidaban

Todo es ilusión, menos el poder.  Lenin

La casa tenía la altura de todas las de la isla. La escalera era ancha y fuerte.  Barandas de madera,  rodeaban el frente. Desde ahí, a unos cincuenta metros se veía la costa, el río, el muelle. A unos cien metros a la izquierda comenzaba la quinta con árboles frutales. Las gallinas, los patos y los gansos andaban sueltos por todo el terreno, junto con el resto de la fauna casera.
Y luego de la quinta estaba el monte, donde teníamos prohibido entrar, aunque lo que allí habitaba no tenía prohibido salir. En primavera el olor a azahar inundaba la casa. En verano los frutos inundaban nuestras bocas.  Nada perturbaba el buen humor de mis padres. Eran felices en ese lugar que habían transformado con mucho esfuerzo. Sin embargo, estaban cansados de tanto despojo y esa noche tenían las caras desfiguradas. Los tambores llenos con querosén y alimentos que se guardaban debajo de la casa, se golpeaban como si estuviesen vacíos o como un presagio. La luz de los faroles, ensombrecían las caras de mis padres. Estaban tensos, en guardia. Últimamente, apenas llegada la tarde, se calzaban  las escopetas en sus hombros. Y mirando hacia la escalera, esperaban.  
Yo sabía por donde iban a subir. Se lo había dicho a mi madre el día que me encontró con un cuchillo, al lado del fresno. Trataba de cortar los hongos inmensos que había en su corteza. Sobresalían como escalones que llegaban a la copa. Mi madre me retó como nunca lo había hecho y me dijo que jamás lastimara a la naturaleza, que era la única que podía salvarnos. De verdad el fresno era hermoso, rodeado de lirios y zarzamoras. Estaba al costado de la casa y su copa sobrepasaba la ventana de mi habitación. De noche se transformaba en una escalera gigante. Por ahí subirían. 
El sonido de la lancha almacén, me alegró. Es temprano para esa lancha, dijo mi madre, tapando mis pensamientos. Es la otra, susurró mi padre con la voz cansada. Es la otra, repitió. Nuestros dos perros mastines, aullaron. Me abracé a ellos. Debajo de la mesa, donde me había puesto mi madre, temblamos juntos. Mi padre protestó contra la crianza de los mastines, que se habían convertido en perros falderos mientras intentaba bajar las escaleras. Mi madre no se lo permitió. Las gallinas cacarearon enloquecidas. Se escuchaba el aleteo de los pájaros, confundidos por un amanecer prematuro. La tierra se sacudió, como si alguien quisiera sacar las columnas de soporte de la casa.
Y se escucharon a los animales enfurecidos, sonidos de voces altaneras, pasos violentando las escaleras y risas violando el desamparo.
Entraron en la casa pateando las puertas. El que dirigía entró primero. Tenía tres batarazas en cada mano que levantaba como trofeo. El que venía atrás traía un cajón de manzanas y dos patos. - Sólo falta la bebida - alardeó el tercero, con tres conejos en sus brazos.
El llanto salió como un grito contenido, cuando vi a Lumumba, mi conejo.
- El negro no -  gritó mi padre, es de la nena. La sangre nos salpicó cuando el cabo clavó su cuchillo en el cuello del conejo, mientras reía a carcajadas. 
El primer disparo lo hizo mi madre y dio de lleno en la cara del asesino. Los otros dos no tuvieron tiempo de sacar sus armas. Mi padre cuando odiaba, tenía muy buena puntería.
Corrimos hacia el monte. Las cortaderas se abrieron para dejarnos pasar. Los animales nos acompañaron en silencio.
Desde entonces vivimos escapando de las fuerzas del orden, pero nunca más tuvimos que pagar a nadie por cuidarnos.  

Como un árbol

Sus hijas no podían creer que a los noventa y tres años tuviera pajaritos en la cabeza. No son pajaritos protestaba el viejo, son loros, me hablan todo el tiempo. Me aconsejan y me entretienen.
Cuando el viento cantaba, movía alegremente los brazos tratando de subirse a las nubes que pasaban. Sus hijas  murmuraban: pobrecito papá.
Amarrado desde siempre al mismo lugar, sabía que ellas pronto lo abandonarían.
Los guiños de las mariposas lo hacían volar hacia mundos desconocidos. Esos que les inventaba a sus hijas desde que eran retoños.  
Los loros lo habían convencido. Cuando las sombras de la noche se escondieron del sol, el viento cómplice sopló. Los loros y todos los pájaros de su cabeza, lo ayudaron a levantarse. El viejo desprendió sus raíces de la tierra. Y voló.  

Sobre las palabras

Pintura: "Diálogo" de Raquel Forner

La gente se había quedado muda. En ausencia de voces, los sonidos se escuchaban aumentados. Las personas perdían el equilibrio en el intento de hablar. Se chocaban. No pedían permiso ni perdón. Tironeaban al de adelante o al del costado, intentando preguntar. Muchos creían que les iban a pegar o a robar y entonces se defendían a los golpes. Las caras eran rictus de desesperación y una confusión de emociones. Ni el dolor ni la alegría se podían poner en palabras. Las risas eran muecas desagradables.
A los chicos,  no les preocupó. Empezaron a emitir sonidos guturales, que se fueron transformando en chillidos. Los adultos también contestaron con chillidos.
La ciudad se convirtió en una danza de primates.  Pronto se dieron cuenta que tampoco podían escribir.
Las palabras habían decidido hacer una huelga general por tiempo indeterminado. Los pacifistas, pensaron que era por el maltrato. Los ecologistas, que estaban contaminadas. Los eruditos, que no soportaban más el habla coloquial. Los progresistas que estaban en su derecho, aunque no estaban de acuerdo con los métodos. El gobierno y la oposición que había que reprimirlas. Los más furiosos eran los medios de comunicación, que no podían confundir. Los brutos, no pensaban nada.
Las palabras, muy molestas y cansadas, estaban en asamblea. Las de Villa Crespo en Scalabrini y Corrientes, las de Almagro en Corrientes y Medrano, y así en todos los barrios. También había asambleas  en las canchas de fútbol, en los teatros, en las escuelas, en los talleres de arte, en los museos, en las plazas. Las deliberaciones fueron largas. Cada grupo de palabras, quería imponer las suyas. Se pelearon con pasión. En un momento se descontrolaron y se tiraron las letras por la cabeza. Desarmadas, se fueron juntando de nuevo. Todas eran militantes del habla y la escritura. Se dieron cuenta que para poder entenderse, las que venían de las canchas debían parar con las groserías, las de universidades y centros académicos dejar de hacerse las difíciles, las cercanas al poder olvidarse de las mentiras y el resto también debía intervenir, opinar y comprometerse. En la Asamblea General las palabras decidieron devolverse a los hombres, pero iban a imponer sus condiciones. Volaron sobre la ciudad. Confundiendo a los pájaros, cantaron marchas de triunfo. Acallaron los gritos. Y se plantaron ante los hombres. Hablaron con la razón y fueron pausadas y elegantes. Luego, con el corazón y fueron intensas y acariciadoras. Fijaron sus posiciones, desde las entrañas. Y fueron duras, irónicas, amenazadoras y convincentes.
Igual las personas se siguen quedando sin palabras.